En este libro, los abusos sexuales a
menores, cometidos por el clero o por cualquier otro, son tratados como
“delitos”, no como “pecados”, ya que en todos los ordenamientos
jurídicos democráticos del mundo se tipifican como un delito penal las
conductas sexuales con menores a las que nos vamos a referir. Y comete
también un delito todo aquel que, de forma consciente y activa, encubre
u ordena encubrir esos comportamientos deplorables.
Usar como objeto sexual a un menor, ya sea mediante la violencia,
el engaño, la astucia o la seducción, supone, ante todo y por encima de
cualquier otra opinión, un delito. Y si bien es cierto que, además, el
hecho puede verse como un “pecado” —según el término católico—, jamás
puede ser lícito, ni honesto, ni admisible abordarlo sólo como un
“pecado”
al tiempo que se ignora conscientemente su naturaleza básica
de delito, tal como hace la Iglesia católica, tanto desde el
ordenamiento jurídico interno que le es propio, como desde la praxis
cotidiana de sus prelados.
La existencia de una cifra enorme de abusos sexuales sobre
menores dentro de la Iglesia católica es ya un hecho innegable, que no
es puntual, ni esporádico, ni aislado, ni está bajo control, antes al
contrario. Tampoco es, ni mucho menos, producto de una campaña
emprendida contra la Iglesia por oscuros intereses. Los mayores
enemigos de la Iglesia, mejor dicho, del mensaje evangélico que dicen
representar, no deben buscarse en el exterior, basta y sobra con los
muchos que existen entre su clero más granado. La pérdida de creyentes
y de credibilidad tan enorme que está afectando a la Iglesia católica,
desde hace algo más de un siglo, no obedece tanto a la secularización
de la sociedad como a los gravísimos errores de una institución que ha
perdido pie en el mundo real.
El cardenal James Stafford, miembro de la curia vaticana, cuando
en abril de 2002 acudió a Roma para debatir el escándalo de la
pedofilia en Estados Unidos junto al Papa y al resto de cardenales
norteamericanos, fue claro al afirmar que “la Iglesia pagará muy caros
estos errores —según publicó La Reppublica— (...) Ha sido una tragedia,
pero tenemos la obligación de reaccionar y de ayudar por todos los
medios a las víctimas”.
Sin embargo, la reacción que llevó a la Iglesia católica
norteamericana a plantearse en serio un problema que ella misma ya se
había diagnosticado como grave más de una década antes, no fue el
interés por ayudar a las víctimas, sino el interés por evitar una
bancarrota económica que ya era evidente en buena parte de las diócesis
del país y que, de rebote, afectaba a las siempre necesitadas arcas
vaticanas, que veían peligrar las aportaciones de su principal
contribuyente. La alarma, en el Vaticano, se disparó por el dinero
pagado en indemnizaciones a las víctimas de los delitos sexuales del
clero, pero durante décadas nadie se inmutó ante el grave daño que
sabían se le estaba causado a cientos de menores de edad.
Cuando estalló el escándalo en las portadas de todos los medios
de comunicación, la Iglesia norteamericana ya había pagado en secreto
unos 1.000 millones de dólares para comprar el silencio de centenares
de víctimas de delitos sexuales de sacerdotes de sus diócesis, y
todavía quedaban pendientes de resolver varios cientos de procesos
judiciales y denuncias por otros tantos delitos sexuales, a los que
iban aparejados peticiones de indemnización por un monto global
inmenso.
Una estimación del prestigioso Business Week relacionó
rápidamente la tormenta de denuncias de abuso sexual contra sacerdotes,
que arreciaba sobre la Iglesia, con las dificultades financieras que
estaban atravesando algunas de las diócesis más significativas de
Estados Unidos. La rica archidiócesis de Boston, bajo el cardenal
Bernard Law, el encubridor de curas pedófilos más pertinaz y notable
del país, calculaba terminar el ejercicio del 2002 con un déficit de 5
millones de dólares. La de Nueva York, igualmente adicta al
encubrimiento, con uno de 20 millones de dólares. En la de Chicago los
números rojos serían de 23 millones de dólares. El motivo había que
buscarlo en la fuerte caída de las donaciones realizadas por sus
fieles. En marzo de 2002, las encuestas indicaban que tres de cada
cuatro católicos norteamericanos pensaban que las acusaciones de
pedofilia contra sacerdotes eran ciertas y eso se traducía en el
recorte más o menos drástico de donaciones.
Otras encuestas de esos días revelaban que un 72 % de los
católicos opinaba que la jerarquía de la Iglesia católica manejaba mal
el problema de la pedofilia, y un 74 % consideraba que el Vaticano “sólo piensa en defender su imagen y no
resolver el problema”. La clave
del escándalo había sido un asunto de imagen; los prelados de la
Iglesia católica, en todo el mundo, tienen orden de encubrir los
delitos sexuales del clero para proteger la imagen de honestidad de la
institución. En Estados Unidos se les estaba derrumbando parte del muro
de contención que ocultaba cientos de delitos sexuales del clero... en
otras partes del mundo, como se verá en este libro, comenzaba a suceder
lo mismo, aunque a menor escala.
A efectos al aparentar sin cambiar, algunos prelados, como el de
la archidiócesis de Los Ángeles, al más puro estilo californiano,
llegaron a contratar a la conocida y elitista firma de relaciones
públicas Sitrick, radicada en Hollywood y especializada en variar la
opinión pública cuando ésta perjudica a alguno de sus clientes. El
objetivo, claro está, fue el de tratar de paliar la mala imagen que la
Iglesia norteamericana en general había adquirido por su inadmisible
actuación al encubrir a su clero delincuente durante décadas (1).
Sin embargo, cuando la Iglesia se siente criticada, en lugar de
afrontar los reproches y cambiar lo que esté mal, se encierra siempre
bajo una coraza de victimismo hacia sí misma y agresividad para con el
resto del mundo. Es la típica mentalidad conspiranoica que predomina en
el pensamiento y discurso de la mayoría de los prelados de la Iglesia y
que, por ejemplo, Manuel Camilo Vial, obispo de Temuco y secretario
general de la Conferencia Episcopal chilena, expuso con claridad al
afirmar que “creemos que esto [informaciones
periodísticas sobre los
delitos sexuales contra menores del clero católico] lo han magnificado
demasiado los medios de comunicación social —afirmó el obispo—, creemos
que hay también poderes económicos y políticos detrás, no de Chile,
sino que internacionales, que están en una campaña de desprestigiar a
la Iglesia, de alejarla de esa situación privilegiada de ser la
institución más confiable” (2).
Pero a la percepción paranoide de todo el mundo que no les aclame,
muchos prelados añaden una visión patética y absurda del origen de
problemas que se empeñan en ignorar y silenciar. Así, un alto cargo
vaticano, el también chileno cardenal Jorge Medina, prefecto de la
Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos,
tras referirse a los procesos penales por pederastia que enfrentan
sacerdotes de Estados Unidos, Polonia, Francia, Brasil y Chile como “esas cosas ingratas que han sucedido en
el seno de la Iglesia”, mostró
tener muy clara la causa de todos los males. Cuando el periodista
Laureano Checa le preguntó: “¿Es la
admisión de que existen estos
elementos en la Iglesia un primer paso para erradicarlos?” El
prelado
no dudó en su respuesta: “Erradicar
es una palabra muy fuerte. Habría
que erradicar al demonio y el demonio...” (3).
Rápido y audaz, el reportero interrumpió a su eminencia con un
sorprendido “pero ¿no se supone que
el demonio no tiene que estar en la
Iglesia?”. Pero el cardenal Medina sabía con quién se la jugaba:
“Es
decir... no hay ninguna reja que impida al demonio hacerse presente. El
demonio se mete por todas partes. Y también el demonio se puede meter
en la Iglesia. A través de muchas cosas se puede meter. Por ejemplo, a
través del apetito de poder, del apetito de dinero... a través de estos
problemas de moral en el ámbito sexual... La Iglesia no está al margen
de la tentación... los hombres de Iglesia, digo.”
A juzgar por cómo está la cúpula de la Iglesia en materia de
poder, dinero y sexo uno estaría bien dispuesto a creer, junto a tan
experimentado prelado, que el demonio ha hecho una excelente clientela
entre el clero y su jerarquía, pero cuando se tiene la desgracia de no
poder creer en cuentos de viejas, ni tampoco en el demonio, lo único
que explica el patético estado que monseñor Medina atribuye al maligno
es, claro está, la ambición y corrupción que siempre le son
consustanciales a toda estructura de poder totalitario. Compartimos el
diagnóstico, pero no la causa del problema. Si algo parecido al
“demonio” anduviese suelto por la Iglesia cabría esperar algo más de
maldad, cierto, pero también muchísima menos mediocridad.
El grave problema de los delitos sexuales contra menores por
parte del clero católico no se arregla exorcizando al mítico demonio,
sino afrontando los grandes problemas estructurales de la Iglesia
actual y, tanto más importante, acabando con una mentalidad eclesial
anclada en la Edad Media y que vive de espaldas al Evangelio que dice
defender, para construir una mentalidad de Iglesia moderna y
democrática, tan temerosa de Dios —si se me permite usar esta trágica
expresión— como de los hombres.
Muy lejos de la cháchara vacua del cardenal chileno Jorge Medina,
el sacerdote español Aquilino Bocos, actual superior general de los
Misioneros Hijos del Corazón de María (claretianos), en declaraciones
al semanario católico Vida Nueva, reconoció que la Iglesia católica ha
sido “remisa” a la hora de “condenar, aplicar medidas eficaces e
impedir que se puedan repetir” los abusos sexuales de los
sacerdotes, y
que siguió “una política de silencio
y ocultación de los hechos” por el
deseo “de mantener limpio el
prestigio de las instituciones” y llevada
por su “tradicional misericordia hacia los culpables” (4).
Para este religioso, que goza de un gran prestigio dentro de la
Iglesia católica, “nos ha venido muy
bien la reacción mediática
[publicación de cientos de informaciones sobre los delitos
sexuales del
clero], aunque a veces pueda parecer
exagerada, para limpiar nuestra
conciencia colectiva de los hechos que no sólo nos avergüenzan, sino
que, en cierta medida, nos implican”. Aquilino Bocos, al igual
que
muchos millones de católicos, no pocos sacerdotes y un puñado de
prelados, piensa que ya es hora de que la Iglesia “abandone
definitivamente la política del silencio y de la ocultación de los
hechos, para reparar cuanto sea reparable y evitar lo que sea evitable
en el futuro”.
En ese deseo y esperanza de Aquilino Bocos se inscribe este libro
que, sin duda con dureza, pero también con razón, argumentos y datos
sólidos, aboga por depurar en la Iglesia, entre su cúpula y en sus
códigos y normas, hábitos de corrupción ancestrales que son causa de
dolor para muchos.
A lo largo del libro desfilan decenas de casos de sacerdotes y
prelados de todo el mundo, pero lo aterrador no es su número —en el
texto no se llega a mencionar ni un 1 % de los nombres que este autor
tiene referenciados—, sino la coherencia que denotan sus conductas
delictivas y encubridoras. No se trata de generalizar sobre casos
particulares, pero al revisar en conjunto las conductas de clérigos de
todo el mundo, particularmente de los prelados, que son el objetivo
fundamental de este trabajo, queda patente que existe una forma de
hacer y de comportarse profundamente perversa, que subsiste,
anquilosada, dentro de la mentalidad eclesial más clásica.
El poeta y dramaturgo alemán Johann Wolfgang von Goethe
(1749-1832), dejó escrito que “la
maldad no necesita razones, le basta
con un pretexto”. La Iglesia católica en su conjunto —con su
clero y
sus creyentes—, escuchando a sus críticos, internos y externos, en
lugar de acallarlos y perseguirles, debería trabajar con rigor, y de
una vez por todas, para acabar con los muchos pretextos eclesiales que
alimentan maldades y pervierten razones.