Pederastia
en la Iglesia católica
por Pepe Rodríguez
Un documento invitado
PRÓLOGO
por el sacerdote Alberto Athié Gallo
Fuente: Copyright © Rodríguez,
P (2002) Pederastia en la Iglesia
católica. Barcelona: © Ediciones
B.
Después de leer este
libro de Pepe Rodríguez llego a la siguiente conclusión:
si, antes de que me pasara lo que me pasó hubiera tenido la
información y el análisis que el autor nos presenta,
hubiera contado con más elementos para comprender mejor lo que
estaba viviendo y tal vez hubiera actuado más eficazmente para
contribuir a resolver esta insoportable injusticia.
Quien escribe estas líneas es un testigo más de uno de
los casos que el libro menciona, y ante el análisis de la
problemática general que se plantea, puedo decir que, de los
elementos que se presentan como constantes en las diferentes conductas
de las personas implicadas —tanto por parte de las víctimas como
de quienes han cometido el delito de abuso sexual y de las autoridades
de la Iglesia católica que han tratado de resolver esta
problemática encubriéndola—, yo tuve conocimiento de
ellas por experiencia, con sus particularidades, por supuesto.
Y si al principio me sentí solo y hasta extraño en esta
situación, porque la consideraba atípica (incluyendo
sentimientos de culpa y de haber traicionado a mi comunidad por haber
hablado), hoy me doy cuenta de que mi experiencia forma parte de una
verdadera tragedia, deliberadamente enterrada, que involucra a mucha
gente, la cual apenas está aflorando a la superficie y no
podemos seguir ocultando.
Tengo que reconocer que, ante estos datos de abuso sexual por parte de
sacerdotes y obispos alrededor del mundo, y el análisis de las
leyes y de las políticas internas que se siguen al respecto por
parte de autoridades eclesiásticas, los católicos nos
encontramos ante un dilema muy serio que determinará la
credibilidad de la Iglesia católica ante el mundo.
O rechazamos tales datos a priori por considerarlos difamatorios y
provenientes de una estrategia conspiratoria desde el malvado mundo
exterior y nos encerramos en nuestra fortaleza institucional, esperando
a que baje el rating de atención; o, con dolor pero
también con indignación nos abrimos a analizar
concienzudamente esta problemática interna y le buscamos una
solución adecuada, una solución de raíz. Ante este
tipo de situaciones no hay términos medios.
Quiero decir que, como sacerdote, entiendo la resistencia y la
tentación que muchos católicos tenemos ante este tipo de
hechos y del análisis sobre situaciones que vivimos en el
interior de la institución: sentirnos profundamente ofendidos
porque se está atacando la sacralidad de la Iglesia y de sus
ministros, y entonces reaccionar denunciando que se trata de una
calumnia de grupos oscuros para afectar el prestigio y la autoridad
moral de la Iglesia. La tan llevada y traída teoría de la
conspiración orquestada por los poderes tenebrosos del mundo.
Por la magnitud misma del fenómeno, la hipótesis del
complot debería investigarse, y si las autoridades
eclesiásticas no quieren hacerlo, porque lo consideran parte del
compartir el sufrimiento y la cruz de Cristo, debería hacerlo un
grupo profesional de laicos que prestara este servicio a la
institución, hacer público el resultado, para abrir el
debate, e incluso presentar demandas judiciales si resultare adecuado.
De lo contrario, se cae en un victimismo sospechoso que termina
levantando una cortina de humo y desviando la atención de los
problemas reales. Y, aun cuando se llegara a comprobar un complot
contra la Iglesia que, como afirman, magnifica la realidad, los casos
ciertos de abuso sexual y, sobre todo, la forma generalizada de
encubrirlos por parte de las autoridades, implican una
problemática muy grave y exigen una solución radical
dentro de la Iglesia católica, ante las autoridades civiles de
los estados y ante la sociedad en general.
Pero, precisamente porque viví lo que me tocó vivir, es
imposible creer que toda esta serie de casos son construcciones
difamatorias orquestadas por una gran cruzada para dañar a la
Iglesia. ¿Quien tendría la capacidad de manejar a tantas
personas en distintos países —niñas y niños,
papás y mamás, etc.—, para que se convirtieran en
víctimas y acusadores inventando historias? ¿Quién
compraría a tantos medios de comunicación para que
llevaran a cabo tales investigaciones e hicieran decir a los obispos y
cardenales lo que dicen y las divulgaran como ciertas sin tener
demandas en contra? ¿Quién corrompería a tantas
autoridades civiles para que, incluso a pesar de ellas mismas, como en
España y América Latina, abrieran casos que, finalmente,
resultaran falsos? ¿Quién sería capaz de armar un
rompecabezas de tal magnitud?
Con el Papa Juan Pablo II y el cardenal Castrillón Hoyos
podríamos decir que el “mysterium iniquitatis” o “el clima de
pansexualismo y de libertinaje sexual que se ha creado en el mundo” son
los responsables. Sin embargo, si aceptamos esta hipótesis como
explicativa del fenómeno, pero con la firme intención de
abarcarlo en su totalidad, como hace Pepe en su libro, y no sólo
aludimos a una parte de éste, al atribuirle a esos factores
externos a la Iglesia la responsabilidad, tenemos que aceptar que dicho
misterio y el clima que genera no sólo han penetrado y empujado
a sacerdotes, obispos y cardenales a cometer delitos de abuso, sino a
encubrirlos por parte de las mismas autoridades —en todos los niveles y
con fundamento en sus mismas leyes y procedimientos— y a que, por ello
mismo, se multipliquen. Con todo respeto para ese tipo de
explicaciones, diré que no sólo son insuficientes sino
que le complican más las cosas a la propia Iglesia.
Por el contrario, a la luz de mi propia experiencia y analizando las
diversas declaraciones y documentos oficiales que presenta el autor,
así como la información periodística de
múltiples casos en varios países, puedo decir que la
constante es verdaderamente sorprendente. Tanto en la forma en la que
se presentan los hechos de abuso sexual, como en aquello que Pepe llama
la aplicación del “manual de crisis no escrito” o “el
decálogo básico para el encubrimiento” por parte de
autoridades eclesiásticas, que “siempre siguen un mismo
patrón de conducta” apenas aparece un caso de abuso sexual por
parte del clero. Es a este doble comportamiento al que hay que buscarle
una explicación adecuada que, además, permita dar al
problema una solución radical integral.
En efecto, el primer paso para buscar una solución a un
problema, aunque parezca obvio, es reconocer el hecho, no esconderlo,
no minimizarlo, no victimizar a la Iglesia y a sus ministros, ni mucho
menos satanizar a las víctimas y a los denunciantes —papás y mamás,
medios y autoridades—, en nombre de la
santidad o sacralidad de la institución o de los miembros que la
componen.
Por todo ello, este libro se convierte en un punto de referencia
obligado para conocer, hablar y estudiar el asunto en la integralidad
de sus factores. En primer lugar por la cuantificación de la
realidad del abuso sexual como problema dentro de la Iglesia: el
análisis de los datos estadísticos de abuso sexual por
parte del clero en diversos países, mostrando sus equivalencias
y similitudes, al tiempo que describe y compara los casos y la
problemática común que los interrelaciona. Todo ello es
un valioso material a estudiar de manera que cada lector saque sus
propias conclusiones.
Partir del análisis de la realidad de la sexualidad como de
hecho se está manifestando entre los clérigos; comprender
las diferentes situaciones psicosociales que viven muchos de ellos;
analizar las posibles causas del abuso precisamente por los datos que
arrojan estudios serios y más allá de análisis y
juicios superficiales, y buscar soluciones adecuadas a dicha realidad,
es algo que no se puede seguir postergando en nombre del valor
irrenunciable del celibato.
Por otro lado, algo que queda muy claro en el análisis de los
casos que presenta Pepe Rodríguez es que, dentro de la
estructura jerárquica de la Iglesia, existe una especie de
consigna generalizada respecto a la forma cómo debe enfrentarse
esta problemática, de manera que, cuando empieza a presentarse
y, sobre todo, desde el momento en que surge a la luz pública,
se aplica sistemáticamente (en particular si los implicados son
autoridades o personajes considerados importantes para la
Institución eclesiástica).
Una pregunta clave a este respecto es ¿cómo pudimos
llegar a esta situación? Y es que, como muestra el libro, esta
conducta institucional se funda en una serie compleja de factores que
es necesario analizar uno por uno, comenzando por la tradición
milenaria de que los “asuntos internos se tratan internamente” y que,
aplicada a los hechos que nos ocupan, se traduce en un vulgar: “la ropa
sucia se lava en casa”.
Por otro lado, las mismas leyes canónicas, que interpretan estas
conductas como pecados secretos, prescriben procedimientos que tienen
como finalidad evitar el escándalo y amonestar al pecador,
llevando a políticas pastorales que se traducen en cambiar a los
trasgresores de parroquia, de diócesis y hasta de país.
Aun los documentos más recientes del Papa tienden a conservar
esta política de la reserva, del secreto y de la exclusividad de
juicio reservada a la Congregación para la Doctrina de la Fe,
obligando a todos los episcopados del mundo a informar, bajo absoluto
secreto, de los casos de abuso sexual protagonizados por sus
clérigos.
Finalmente, aquí se pone en evidencia los modos que las
autoridades eclesiásticas tienen de percibirse a sí
mismas, y los procedimientos que, en esos casos, llevan a cabo
basándose en esas leyes y tradiciones, pero también en la
fuerza de su influencia sobre los otros actores sociales. Todo ello,
naturalmente, organizado en defensa de quienes han cometido los
delitos, así como encaminado a evitar el escándalo y
salvaguardar el prestigio y la imagen de la Institución.
Tal como muestra este libro, a pesar de que ya habían ocurrido
casos de abuso sexual muy importantes en Europa, como el del cardenal
Gröer de Viena, esta conducta institucionalizada empezó a
entrar en crisis ante el fenómeno abrumador de las cerca de tres
mil denuncias de abuso sexual presentadas contra clérigos de
Estados Unidos, ante los más de mil millones de dólares
pagados para indemnizar a una parte de las víctimas, y ante la
presión de los medios de comunicación y la
autonomía de las autoridades e instancias legales para
intervenir e iniciar los procedimientos correspondientes.
Todos estos elementos, que contribuyeron a que la Iglesia
católica de Estados Unidos se abriera a esta
problemática, lamentablemente no existen con tanta fuerza y
autonomía en ninguno de los países de mayoría
católica y, por ende, resulta mucho más complicado
conocer los casos ocurridos, abrir los procedimientos legales y actuar
en consecuencia. Los análisis comparativos a este respecto son
muy significativos.
Precisamente por la presión social en todos estos aspectos, el
caso de la Iglesia católica de Estados Unidos resulta
interesante —aunque todavía ambiguo— puesto que se ha comenzado
a buscar nuevas formas de enfrentar el problema, pero ya no desde el
interés en salvaguardar la imagen y el prestigio institucional,
si no partiendo del reconocimiento del abuso sexual como delito, del
papel prioritario que tienen las autoridades civiles en la materia, y
del daño ocasionado a las víctimas.
En casos como el de la Asamblea Episcopal en Texas, al no enfrentar la
responsabilidad de encubrimiento por parte de las autoridades
eclesiásticas tampoco se legisló al respecto, y algunos
de los prelados que más casos de abusos sexuales encubrieron,
como el cardenal Law de Chicago, acabaron recibiendo el apoyo de la
Santa Sede para seguir en sus cargos.
Lamentablemente y a pesar de lo sucedido, muchas autoridades de la
Iglesia han querido hacer de este caso la excepción y por ello “el
decálogo básico para el encubrimiento” sigue
todavía en la institución como una tendencia
generalizada. ¿Por qué? La hipótesis a analizar
tiene que ver con la necesidad de explicitar la eclesiología que
está detrás de esta forma de entenderse a sí misma
de la Iglesia, que se percibe superior y autónoma, en materia de
delitos y justicia, ante las demás autoridades legítimas
del mundo.
Desde el punto de vista del derecho internacional, las leyes y los
procedimientos de las autoridades de la Iglesia católica a este
respecto todavía se adjudican un poder, incluso internacional,
que busca salvaguardar los intereses de la institución y de sus
representantes, manteniéndose al margen de las leyes
legítimas y de los procedimientos judiciales de los estados.
¿Nos encontramos todavía ante los resabios de una
concepción monárquica y absolutista de la autoridad del
Papa y de la jerarquía católica?
Pero eso no es todo. Tal como nos expone Pepe Rodríguez, si los
cardenales y los obispos son los encargados de interpretar y aplicar
tales leyes, pero también encontramos casos en los que ellos
mismos han abusado sexualmente de menores y se han protegido mediante
esas mismas leyes y procedimientos internos y secretos, “¿quién y cómo
va a controlar al controlador?”
En efecto, se trata de un fuero interno sumamente peligroso para la
sociedad, y que no podemos seguir aceptando ni para la Iglesia
católica ni para ninguna otra institución religiosa. Por
ello es necesario revisar el significado de la autoridad
eclesiástica en relación a los delitos que pueden cometer
en materia de derechos humanos.
Es muy posible que, para dirimir esta cuestión, además de
las acciones específicas que tengan que tomar las autoridades
judiciales de los diferentes países, se tenga que acudir al
tribunal internacional que el mismo Papa Juan Pablo II sostiene como
necesario para juzgar a autoridades civiles que han violado derechos
humanos; debería establecerse una norma internacional respecto a
que ninguna autoridad e institución, incluyendo las religiosas,
pueda legislar y actuar internamente en contra de los derechos humanos
de las personas y al margen de las leyes y autoridades legítimas.
A más abundamiento, la institución eclesiástica,
al tratar de salvaguardar en primer lugar su imagen, estabilidad y
prestigio —el de la institución y el de sus autoridades—, se
coloca incluso por encima de la misma dignidad y de los derechos
fundamentales de las personas que han sufrido los abusos, cayendo en
contradicción con el principio, tantas veces citado por el mismo
papa Juan Pablo II, que afirma que ninguna estructura está por
encima de la persona, si no que, al revés, todas las estructuras
están a su servicio y al de sus derechos fundamentales.
Durante el proceso de mi experiencia personal en relación al
caso que me ha tocado vivir, así como a lo largo del
análisis de los diferentes casos que presenta el libro y de la
forma en la que las autoridades eclesiásticas pretenden
resolverlos sistemáticamente, me ha surgido constantemente una
pregunta: ¿Dónde está la primacía de la
víctima sobre el agresor? ¿Dónde está la
atención a los miles de niñas y niños que han sido
abusados sexualmente? ¿Dónde está la
decisión de corresponder en justicia al sufrimiento de esos
niños y niñas y de sus familias? ¿Dónde
está la conciencia de que las niñas y los niños
que han sido objeto de abuso son personas, son hijas e hijos de Dios?
Por todo lo anterior, tenemos que reconocer que las conductas de abuso
sexual a menores por parte de clérigos, así como el
patrón de conducta encubridor por parte de las autoridades
eclesiásticas, contradicen el Evangelio, vulneran la dignidad y
los derechos fundamentales de la persona, y cuestionan la naturaleza
misma de la misión de la Iglesia en el mundo y el papel de sus
autoridades.
Pienso que sólo viendo las cosas de esta manera vamos a ser
capaces de tratar de resolver a fondo esta situación. Se trata
de un auténtico pecado social, estructural, por parte de la
Iglesia católica como institución, por ello debemos
buscar la manera de reconvertirnos estructuralmente para corresponder a
los valores del Evangelio. Éste es uno de los desafíos
más importantes para la Iglesia católica en el umbral del
tercer milenio.
Padre Alberto Athié
Chicago, septiembre de 2002.
NOTAS
Alberto Manuel Athié Gallo
(México,
1954), es sacerdote, Licenciado en Teología Moral, con especialidad en
Ciencias Sociales, por la Universidad Gregoriana. Entre su extenso
currículo de actividades en el seno de la Iglesia católica y sus
instituciones, destacamos que ha sido capellán y miembro del Consejo
del Instituto Mexicano de Doctrina Social Cristiana, asesor en materia
de pastoral social para el Departamento Episcopal de Pastoral Social
(DEPAS), nombrado por el presidente del Consejo Episcopal
Latinoamericano (CELAM), prestando servicios a varios países, y asesor
del Secretariado Latinoamericano y de El Caribe de Caritas
Internacional. Ha sido también Superior y profesor del Seminario
Conciliar de México, y profesor de Ética Social y Doctrina Social de la
Iglesia en la Universidad Pontificia de México. Actualmente reside en
Chicago, Estados Unidos.
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