El Extracto tal como aparece en
dicho libro (3)
Que el papado, como institución y el papa como cabeza de la
Iglesia católica, haya llegado a nuestros días
manteniendo cierto prestigio entre los creyentes y los no creyentes, no
deja de ser un misterio... y de los grandes.
Las palabras de Jesucristo dedicadas a Simón Pedro, considerado
el primer papa de la historia de la Iglesia, parecen, que en este
apartado, se han hecho realidad. Lo de "tú eres Pedro y sobre
esta piedra edificaré mi iglesia y las fuerzas del infierno no
prevalecerán contra ella"
(2), va
más allá de lo que han sido mucho de sus representantes
terrenales, porque no todos los papas han tenido unas vidas
edificantes, ni han sido santos, a pesar de que se les haya incluido en
el santoral.
Ladrones, asesinos, mujeriegos, adúlteros... de todo ha habido
en la sede papal, y también algún que otro hombre de
buena voluntad, deseoso de apacentar con rectitud y justicia el
rebaño de fieles.
Hablaremos de algunos de ellos, que por sus extrañas y
sorprendentes vidas, con frecuencia alejadas del ideario cristiano,
constituyen un misterio sobre cómo pudieron acceder al trono de
Pedro y mantenerse en él.
Si nos atenemos a las profecías de san Malaquías, un
prelado irlandés que vivió entre los años 1094 y
1148, la lista de los papas que reinarían en la Iglesia, desde
sus tiempos hasta el fin del mundo, serían 112. Existen serias
dudas sobre la autoría de dichas "profecías", en las que
cada uno de los futuros papas está identificado con divisas, un
tanto herméticas. Así a Juan Pablo II, por hablar de los
más cercanos, correspondería el lema "Del trabajo del
sol" y algunos han querido ver una referencia a la laboriosidad de un
papa viajero, que no se cansó de nombrar beatos y de llevar
santos a los altares. Al papa actual, le correspondería el lema
"La gloria del olivo", aunque tratándose de un papa de origen
alemán, no sabemos bien a qué hace referencia lo del
olivo, si una búsqueda de la paz, de la que estamos bastante
necesitados, o tiene alguna explicación críptica.
Según la lista de san Malaquías, tras el papa actual,
Benedicto, XVI, vendría el último papa y la verdad es que
la frase a él dedicada es bastante apocalíptica: "En la
última persecución de la Santa Iglesia Romana
reinará Pedro el Romano, que cuidará de sus ovejas entre
muchas tribulaciones, tras las cuales la ciudad de las siete colinas
será destruida y el juez tremendo juzgará al pueblo".
¡La verdad es que el mensaje es bastante desalentador!
Es admirable la fe de san Malaquías en la pervivencia del
papado, que ha pasado por algunos períodos históricos en
los que, tal era su desprestigio, parecía imposible que la
Iglesia pudiera recuperarse del descalabro a la que la sometían
sus pastores. Desde san Pedro hasta nuestros días se han
contabilizado 264 pontífices, pero hay que recordar que, en
algunos momentos, hubo hasta tres papas a la vez, para desconcierto y
escándalo de sus fieles que, no obstante, no renegaron de la
Iglesia y esperaron tiempos mejores. También,
lógicamente, entre tanto papa, no resulta difícil
encontrar de todo.
Empezaremos por hablar de un papa hereje, sí, así como
suena, hereje. Se trata del papa Vigilio, cuyo pontificado tuvo lugar
allá por el siglo VI.
El emperador Justiniano tenía la pretensión de volver a
reconstruir lo que había sido el antiguo Imperio Romano, pero
ahora bajo la impronta del cristianismo. Deseaba la unidad
política y la unidad religiosa de su Imperio, para lo cual
persiguió las primeras herejías, acosó alas
escuelas paganas y restringió los derechos de los judíos.
Consideraba de vital importancia el fortalecimiento de una autoridad
central religiosa a la que identificó con el papa de Roma.
Dirigió una carta al papa Juan II, en la que se manifestaba
partidario de esta supremacía, y le consideró como
"cabeza de todas las santas Iglesias". El papa quedó enormemente
complacido y el patriarca de Constantinopla, profundamente disgustado.
Esta maniobra encerraba la pretensión de Justiniano de manejar
al papado, pero parece que los papas no estaban por la labro, como se
puso de manifiesto tras la elección del papa Silverio. El
emperador deseaba que el nuevo papa aceptase a un patriarca de
Constantinopla que defendía la herejía monofisita,
consistente en que en Cristo solo existía una naturaleza, y no
dos, la humana y la divina.
Silverio se negó, y Justiniano, tranquilamente, le depuso. La
sede papal quedó vacía. El emperador mandaba más
que el papa, en el terreno material y espiritual. Había que
encontrar un nuevo pontífice, proclive a las tesis imperiales y
el diácono Vigilio parecía la persona indicada. Se
trataba de un personaje que pertenecía a la nobleza y en el
año 531, el papa Bonifacio II le había designado su
sucesor. Sin embargo, esta elección no gustó y de momento
Vigilio permaneció apartado de la sede romana. Sin embargo, su
carrera eclesiástica cobró nuevos bríos.
Convertido en nuncio papal en Constantinopla, pactó con la
emperatriz Teodora, que era monofisita, su apoyo para la
elección papal. Esto tenía una contrapartida: el futuro
papa tenía que rechazar las conclusiones del Concilio de
Calcedonia. Al final Vigilio se convirtió en papa.
Pero el nuevo papa se encontraba en la disyuntiva de favorecer las
propuestas imperiales enfrentándose a la ortodoxia cristiana. En
un quinto concilio convocado por Justiniano, fue evidente que la
herejía monofisita había obtenido una clara victoria.
Vigilio se opuso y mientras decía misa en la iglesia de Santa
Cecilia, las tropas imperiales lo apresaron y lo condujeron a
Constantinopla. Allí, temeroso de perder la silla de Pedro, se
pasó a las tesis imperiales. En 548 firmó el
Iudicatum
en favor de la herejía monofisita. Las Iglesias de Occidente
quedaron escandalizadas y un concilio de obispos africanos
excomulgó al papa y lo consideró hereje. Vigilio,
asustado ante el cariz que tomaba el asunto, procedió a anular
el
Iudicatum, pero el prestigio papal quedó seriamente
dañado.
El emperador volvió a las andadas, reafirmándose en el
monofisismo, y Vigilio se pasó los meses siguientes huyendo para
no caer en manos de Justiniano. El segundo concilio de Constantinopla
condenó, otra vez, al papa como hereje en base a 14 cargos
diferentes y decretó su destierro. Su nombre fue borrado de
todos los documentos eclesiásticos y el exilio al infeliz
Vigilio se le volvió insoportable. A los seis meses,
decidió someterse al emperador y redactó el
Constitutum,
que no distaba mucho de su anterior
Iudicatum. Se
reconocía como un "instrumento de Satanás, pero al final
Dios le había iluminado"... ¡y todo esto después de
recaer, de nuevo, en la herejía! Justiniano le perdonó y
le permitió regresar, como papa, a Roma... parecía que
Vigilio había conseguido lo que pretendía, pero en el
viaje de regreso, murió en Siracusa. Sus restos fueron
enterrados en Roma, pero lejos de San Pedro. Y su figura, poco
edificante, fue esgrimida durante toda la Edad Media, para sostener la
primacía de los concilios sobre el papado. También la
Reforma protestante le sacó a colación para demostrar la
autoridad espiritual de las Escrituras sobre la jerarquía de los
hombres, aunque fuesen papas.
También la vida de otro papa, Juan XII, da para mucho, si
contamos algunas vidas sorprendentes de los sucesores de san Pedro.
La desgraciada unión de poder temporal y del poder religioso en
la Europa del siglo X, dio lugar a una serie de papas guerreros que,
con facilidad, se cambiaban de bando para favorecer a los monarcas
alemanes deseosos de llegar a ser los emperadores del Sacro Imperio
Romano Germánico. Poco importaba que el aspirante tuviera las
manos manchadas de sangre en batallas y traiciones, el papa del momento
siempre cerraba filas junto a aquel que tuviera más
posibilidades de ganar. Allí no se tenían para nada en
cuenta las ordenanzas eclesiásticas, ni siquiera las
órdenes sagradas para acceder al papado. Los nobles, en
razón de su fuerza bruta, designaban a sus retoños para
que ocupasen la silla de Pedro y en muchas ocasiones fue así. Un
ejemplo lo tenemos en el papa Juan XII.
El príncipe Alberico, sintiéndose morir en Roma, hizo
jurar a los grandes de la ciudad, que su hijo, Octaviano, sería
su sucesor y también papa. Así se cumplió. Al
año siguiente, en 955, Octaviano, con apenas dieciocho
años, pasaba a ser el papa Juan XII, como él mismo se
designó. No tenía, siquiera, la edad canónica y
carecía por completo de formación eclesiástica...
Además, el decreto de 1 de marzo de 499, emitido por el papa
Símaco I, prohibía designar sucesor en vida del papa
reinante.
Juan XII era hijo extramatrimonial de Alberico, y tenía "todas"
las virtudes para ser papa. Era un gran cazador, consumado jinete y un
empedernido jugador de dados. No es de extrañar que sus
coetáneos considerasen que aquel jovencito había hecho un
pacto con el diablo, y le dedicasen epítetos como los
siguientes: "joven licencioso", el "muchacho inmaduro", el
"sinvergüenza con ornamentos de papa". Este dechado de virtudes
ordenó obispo a un niño de diez años en una
caballeriza, celebraba misa sin comulgar y a un clérigo que le
afeó su conducta, lo mandó castrar.
Aquel que desease un cargo eclesiástico solo tenía que
pagar por ello. Juan XII siempre estaba presto a ello, aunque su gran
pasión fueron las mujeres. Al decir de sus
contemporáneos, la corte papal "se había convertido en un
burdel y un lugar de recreo de mujeres deshonestas"... pero es que
debía ser difícil resistirse a un papa...
Vivió durante un largo tiempo con la viuda de uno de sus
vasallos, a la que regaló infinidad de cruces y cálices
procedentes del tesoro de san Pedro. Además, le otorgó el
dominio sobre numerosas ciudades. Se acostó con la concubina de
su padre, Stephana, y con su hermana. También recurrió al
incesto y fue el amante de sus propias hermanas y violó a
numerosas peregrinas que iban a Roma a orar sobre las tumbas de los
apóstoles.
Pero esta vida licenciosa, reprobable a todas luces aunque se tratase
de un seglar, parece que no afectó en absoluto al prestigio del
papa. ¿Por qué? Pues porque aquel muchacho caprichoso,
soberbio e insolente, mantuvo las riendas de la Iglesia con rigor. Se
preocupó de la administración, del afianzamiento de la
autoridad papal y dotó de bienes materiales a muchos
monasterios. Él mismo peregrinaría a la abadía de
Subiaco, cerca de Roma, y se interesaría por la reforma
eclesiástica del monacato. En su último año de
pontificado, todavía presidió un concilio en que
¡se condenó la simonía clerical!
Y esto no fue todo. Con armadura, yelmo y espada en mano,
participó en una guerra contra Capua y Benevento, buscando
ampliar los territorios de la Iglesia. La aventura se convirtió
en un desastre, y el rey Berengario II, acabaría, en 959,
saqueando y diezmando el Estado de la Iglesia.
Al papa Silvestre II no le perdió el pecado, sino la cultura y
le tocó vivir los tiempos apocalípticos del cambio de
milenio. Acusado de nigromante, alquimista maldito y siervo de
Satanás, su funesta leyenda le acompañaría varios
siglos después de su muerte.
Una interpretación errónea de los textos del Apocalipsis
de san Juan, situaba el fin del mundo en el año 1000 de nuestra
era, y a medida que se acercaba esta fecha, el terror se apoderó
de las gentes de la cristiandad. El maligno vendría pronto a
acabar con el mundo y se multiplicaban, por toda Europa, las
procesiones de penitentes que se fustigaban, sin piedad, implorando el
perdón divino. Las iglesias estaban a rebosar de fieles
sollozantes, que alzaban los brazos suplicantes, entre alaridos,
mientras no dejaban de rezar ante la catástrofe que se
avecinaba. Estaba en puertas el temido Juicio Final.
Como en Europa no existía un calendario común, la fecha
exacta del fin del mundo parecía ser distinta para cada
país, pues el Año Nuevo se celebraba en marzo en las
Islas Británicas, en el Domingo de Resurrección, en
Francia, en Venecia, el 1 de marzo, en Bizancio y Calabria, el 1 de
septiembre... El fin del mundo parecía que iba a tener lugar por
partes.
Silvestre II era un papa de origen francés, y su nombre era
Gerberto D'Aurillac. Sus detractores decían que el
mismísimo diablo le había colocado la tiara pontificia,
pero su verdadero "pecado" consistía en que había estado
en algunos monasterios españoles, dotados de grandes
bibliotecas, de donde adquiría una sólida cultura, gran
parte de ella procedente de manuscritos árabes. Para colmo de
males, cuando era solamente un monje, conoció en profundidad la
obra
Tratado del Anticristo, de Adron, fechado alrededor del
año 954. En este libro se exponía que , cuando todos los
reinos se hubiesen separado del Imperio Romano al que estaban
sometidos, llegaría el fin del mundo. El buen papa trató
de evitar todas las habladurías que existían sobre
él y sobre todos los horrores del fin del mundo, aconsejando al
rey Otón III unificar y reconstruir el imperio de Carlomagno y
el Imperio Romano, cosa que, desde luego, no podía lograrse de
un día para otro. Y así llegó la noche del 31 de
diciembre del año del Señor de 999.
Según la leyenda, el papa y el emperador estaban juntos.
Cayó la fría noche de diciembre y el cielo, como todas
las noches, se llenó de estrellas. Eran el signo de Dios en una
noche como otra cualquiera. Y amaneció el 1 de enero del
año 1000. El mundo no se había acabado, y cesaron las
prédicas apocalípticas, las penitencias atroces y los
augurios nefastos.
Pero todo esto de poco le sirvió al papa, al que se
continuó tildando de ser diabólico. Se cree que fue
envenenado, pero otros achacaron su muerte al mismo Satanás, que
lo mató dándole en la cabeza con un enorme crucifijo de
oro. Según la leyenda, Silvestre II había dispuesto que,
tras su muerte, su ataúd debía colocarse sobre unos
caballos y su enterramiento debía producirse allí donde
se parasen estos animales. Así se hizo, y los caballos se
pararon en San Juan de Letrán, donde recibieron sepultura los
restos de aquel papa.
Varios siglos después, en esta basílica se iniciaron unas
obras y la sepultura de Silvestre II fue abierta. Se decía que,
desde hacía tiempo, se oían extraños sonidos que
provenían del enterramiento, algo así como el entrechocar
de huesos o de cadenas que eran arrastradas. Cuando los restos papales
quedaron al descubierto, se vio, con asombro, que el papa estaba casi
tal a como lo habían enterrado pero, de pronto, una
extraña llamarada, acompañada de un hedor pestilente,
consumió los restos, quedando intactos la tiara y el crucifijo
que Silvestre tenía entre las manos.
¡Ni después de muerto pudo librarse de su fama de
infernal!, pues todos estos acontecimientos se consideraron obra del
maligno.
Pasados algunos siglos, nos encontramos con otro papa al que
también le tocó vivir tiempos difíciles. Se trata
del español Pedro Martínez de Luna, conocido como
Benedicto XIII o el papa Luna.
Hombre inteligente, magnífico polemista y refinado literato que
participó del espíritu humanista italiano, tuvo que hacer
frente al Cisma de Occidente, aquel desgraciado episodio en el que
llegó a haber tres papas a la vez.
El 20 de diciembre del año 1375, Pedro de Luna era nombrado
cardenal en el palacio de los Papas de Avignon. Pocos meses
después, el papa Gregorio XI decidió regresar a Roma, de
donde faltaban los papas desde hacía más de 70
años, y el cardenal Luna le siguió. Pero a la muerte del
papa, los romanos se mostraron dispuestos a que el nuevo representante
de la Iglesia de Cristo fuese italiano, con el fin de que no volviese a
abandonar la sede romana. Hubo tumultos, amenazas de muerte al
cónclave cardenalicio, que ante esta situación,
eligió como nuevo papa al arzobispo de Bari, Urbano VI. Nada
salió como se esperaba porque, desde el primer momento, Urbano
VI se mostró despótico, con actuaciones arbitrarias
dictadas, posiblemente, por algún tipo de enfermedad mental. Los
cardenales, en su mayoría franceses, le abandonaron y decidieron
elegir otro papa, considerando que la primera elección no era
válida porque había sido hecha bajo la coacción y
la amenaza.
El nuevo papa elegido fue Clemente VII. Había empezado el
llamado Cisma de Occidente, con un papa en Roma y otro en Avignon. Cada
uno de ellos tenía su propia curia, su corte y sus cardenales y,
por supuesto, se consideraba a sí mismo, como el único
papa verdadero.
La cristiandad quedó dividida. Unos países
reconocían al papa de Roma y otros al de Avignon. El cardenal
Luna fue enviado, como legado papal, a la península
Ibérica para que los cuatro reinos que entonces la
componían, prestasen obediencia al papa de Avignon, y
aquí el futuro Benedicto XIII mostró todo su poder de
convicción, mostrándose incansable en la defensa de su
causa. Unas veces mediante el convencimiento y otras mediante el
soborno, los reyes hispanos cerraron filas junto al papa Clemente. El
prestigio de Luna fue en aumento y el papa le siguió encargando
misiones diplomáticas de envergadura, nombrándoles su
legado para Francia, Flandes e Inglaterra.
A la muerte de Clemente, fue él el elegido para sustituirle.
Tenía 66 años y ocupaba el número 203 en la lista
de los pontífices romanos. Pero nada iba a ser fácil para
Benedicto XIII. Los reyes de Europa buscaron una solución a
aquel cisma que ya duraba demasiado. Por razones políticas y
económicas, más que por cuestiones religiosas o
espirituales, algunos países le fueron retirando la obediencia,
y la sede papal de Avignon vivió momentos difíciles, de
penurias tales en las que apenas se sostenía el papa, sitiado en
su propio palacio. Todos le exigían la renuncia, pero Pedro de
Luna no se doblegó. Con la ayuda del rey aragonés,
Martín el Humano, consiguió huir de Avignon, adonde
jamás regresaría.
Los cristianos de buena voluntad de toda Europa deseaban una pronta
solución a aquel extraño panorama de dos papas que se
prolongaba en el tiempo y que se convertía en algo intolerable.
Cardenales, obispos y laicos se reunieron en Pisa para acabar con este
problema que tanto dañaba la imagen de la Iglesia, sin contar
con la presencia de los papas, los dos enrocados en su legitimidad.
Los de Pisa, por su cuenta y riesgo, destituyeron a los dos papas
reinantes, y nombraron a un tercero. ¡Había, nada menos,
que tres papas en activo!
Pedro de Luna se refugió en Aragón, donde como
aragonés que era, fue muy bien recibido. Estando en Barcelona
murió su protector, Martín el Humano, que no tenía
descendencia. Gracias a las dotes diplomáticas del
todavía papa, Benedicto XIII, en el Compromiso de Caspe, se
logró un acuerdo para que el nuevo rey aragonés fuese
Fernando de Antequera, perteneciente a la casa de Trastámara,
evitándose guerras y más problemas sucesorios. Pero la
nueva situación no benefició en nada a Benedicto XIII. El
emperador Segismundo forzó un nuevo concilio, el de Constanza,
donde se reunieron gentes de toda la cristiandad: prelados, cardenales,
reyes y embajadores. Todos estaban dispuestos a acabar con aquella
situación.
Los dos papas, Juan XXIII y Gregorio XII, renunciaron por el bien de la
Iglesia, pero no hubo forma humana de convencer a Benedicto XIII para
que hiciera lo mismo. Su causa estaba perdida, el concilio representaba
a toda la Iglesia y hasta Fernando de Antequera, que le debía la
corona, le abandonó.
Era ya un anciano, y se recluyó en el castillo de
Peñíscola en 1416, convencido de que él era el
único y verdadero papa. Nada ni nadie doblegó su
voluntad. Ni el abandono, ni las dificultades económicas, ni la
soledad, ni las persecuciones. Posiblemente tenía razón,
ya que, por su larga vida, era el único cardenal superviviente
anterior al Cisma de Occidente, y no existía razón, ni
jurídica, ni doctrinal, que le obligase a dimitir. Solo
existía la razón moral, por el bien de la Iglesia, de
tratar de enmendar aquel entuerto. Además, como único
cardenal que no estaba "contaminado" por el Cisma, también era
el único que podía elegir a un nuevo papa y,
evidentemente, no era esta su idea. Para él, la cesión de
su derecho, bajo las presiones del emperador y del resto de los reyes,
constituía un atentado contra la independencia y la autoridad
del papado.
El 23 de mayo de 1423, en el día de Pentecostés,
moría en Peñíscola el anciano papa. Tenía
95 años y había sido el Vicario de Cristo durante otros
29 años.
Y por hablar de otro papa español, es de obligada referencia
citar al papa Borgia, Rodrigo de Borja, ejemplo para sus
contemporáneos de cuantas lacras puedan afectar a un papa. Son
tantas las maldades que se le atribuyen, que a veces uno piensa si
algunas de ellas no serán fruto de las envidias y la
maledicencia de aquellos tiempos tumultuosos en los que el poder
temporal y el espiritual convivían a golpe de espada... o de
envenenamiento y exterminio del rival, fuese rey o fuese papa.
El valenciano Rodrigo de Borja, que vivió entre los años
1431 y 1503, antes de ocupar la sede papal fue obispo de Barcelona y
arzobispo de Valencia. Hombre apasionado y sensual, tuvo muchas
amantes, pero con su preferida, Vanozza, engendró, nada menos
que cinco hijos, entre ellos los celebérrimos César y
Lucrecia Borgia, uno ejemplo de ambición y crueldad, y la otra,
tratada posiblemente de manera injusta por la historia, citada como
ejemplo de sensualidad pervertida y con fama de envenenadora.
Al papa Borgia se le atribuye "defectos" tales como el de yacer con su
propia hija, casarla y descasarla a su antojo, según
convenían a los intereses de la familia, y hasta de tener un
hijo con su bella Lucrecia. Todo ello aderezado con las extrañas
desapariciones de los enemigos de la causa de los Borgia. Parece que en
todo esto, estaba ayudado por su hijo preferido, César,
político hábil, hombre inteligente, amante de la cultura,
al que Maquiavelo tomó como ejemplo para su obra El
príncipe, pero cuya crueldad y ambición le hicieron
odioso. Su propia divisa: "César, o nada", nos puede dar una
idea, sobre cómo era el hijo de Alejandro VI. También a
él se le atribuyen relaciones incestuosas con su hermana, y se
le acusa de hacer "desaparecer" a alguno de sus hermanos que le
incomodaban.
Bajo el pontificado de Alejandro VI la corrupción se
adueñó del papado y no es de extrañar que
surgiesen personajes como Savonarola, deseosos de acabar con aquella
situación. Claro que si el papa había incurrido en todos
los pecados en que puede caer ya no un representante de Cristo, sino
cualquier ser humano, Savonarola se pasó justo al otro extremo
en su deseo de regeneración.
Este dominico, político y reformador, con sus prédicas
incendiarias, fustigaba la corrupción de las costumbres en
general y del clero en particular. Según él había
que imponer un nuevo orden que acabase con aquel estado de cosas, pero
con tal dureza que consiguió el efecto contrario al deseado.
Tolerado en un principio, se convirtió en un auténtico
dictador, al que la gente llegó a temer. Reformó la
constitución de Florencia y su intransigencia le restó
apoyos espirituales.
El papa Alejandro VI aprovechó esta circunstancia y le
excomulgó. Las masas, enfurecidas, le apresaron, le condenaron,
le colgaron y después lo quemaron.
Al papa no le pasó nada de esto, y a pesar del escándalo
continuado y constante que presidió su pontificado,
continuó siendo la cabeza visible de la Iglesia, al que los
monarcas más poderosos de su tiempo, los de España y
Portugal, sometieron sus cuitas con respecto a los descubrimientos en
el Nuevo Mundo. Alejandro VI dirimió la disputas entre
españoles y portugueses sobre los límites de los nuevos
territorios y se acató su punto de vista, pues la autoridad
moral del papa, ¡y de qué papa! no se discutía.
Y sin embargo, a pesar de los muchos avatares que ha padecido la
institución del papado, ahí sigue. Ha soportado a
pastores infames y ha sobrevivido a la Reforma Protestante... ¡y
así parece que será, como dicen las Escrituras "hasta la
consumación de los siglos"!
Una última anécdota sobre el papado, registrada en una
época bastante reciente, pone de manifiesto la sorprendente y
enigmática persistencia de la institución papal. Tras la
elección del papa Juan XXIII, aquel papa de aspecto
bonachón que imprimió un cambio radical a la Iglesia a
través del Concilio Vaticano II, uno de los cardenales que
había participado en el cónclave, comentó entre
irónico y complacido: "¡Por fin hemos elegido a un papa
que cree en Dios!"
CONCLUSIÓN
Que a nadie se le olvide la realidad
de que Dios siempre tiene la última palabra, cueste lo que
cueste, ya que siempre es para el beneficio de Sus Hijos.
EPÍLOGO
Aunque no concordamos con todas las
conclusiones - directas e implicadas - que aparecen en este libro (3), lo recomendamos pues es
un fiel indicador de por qué tantas personas han abandonado la
Fé Católica - razones que no tienen nada que ver con la
Fé sino con los abusos de los Evangelizadores.