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La blasfema Teología Militar de Bernardo de Claraval

La guerra de Bernardo


PREÁMBULO

Lo siguiente es parte de un documento (1) que fue escrito por Bernardo a su amigo Hugo de Payens (2), el Gran Maestre y cofundador de los Caballeros Templarios. Bernardo y de Payens escribieron también la Regla Latina para gobernar a los Caballeros. Bernardo condena la guerra y la caballería seculares, mientras alaba la guerra y la caballería "cristianas".

Separación en párrafos y destacados en negrita por The M+G+R Foundation.





Bernardo de Claraval

DE LAUDE NOVAE MILITIAE AD MILITES TEMPLI (1128-1131)


A los caballeros templarios - Elogio de la nueva milicia


Prólogo


Bernardo, abad de Claraval, pero sólo de nombre, a Hugo, caballero de Jesucristo y gran maestre de la milicia de Cristo: que pueda librar una buena batalla.

Me pediste una, dos y hasta tres veces, si no me engaño, querido Hugo, que escribiera un sermón exhortatorio para ti y tus caballeros. Como no me era permitido servirme de la lanza contra los insultos de los enemigos, deseaste, al menos, que blandiese mi lengua y mi ingenio contra ellos, asegurándome que te proporcionaría una no pequeña ayuda si animaba con mi pluma a los que no podía animar por el ejercicio de las armas.

Tardé un poco en responder, no porque tuviese poco respeto hacia el encargo que me habías hecho, sino por el temor a que me acusasen de precipitación y ligereza si emprendía, con mi impericia acostumbrada, lo que otro más ilustrado que yo podría cumplir con mayor éxito, y que no debía entrometerme en un asunto de tanto interés y tan vital, para que al final saliese algo mucho menos provechoso.

Pero después de esperar en vano tanto tiempo, resuelvo hacer lo que pueda, temiendo crean que me falta voluntad más que incapacidad: el lector juzgará si adelanto o no en la empresa. Si lo que he escrito no agrada o no es suficiente para alguien, no tiene importancia, pues, en el ámbito de mi conocimiento, hice lo que pude para satisfacer tus deseos.



I. Sermón exhortatorio a los caballeros templarios.


1. Corre por el mundo la noticia de que no hace mucho nació un nuevo género de caballeros en aquella región en la que el Oriente que nace de lo alto, hecho visible en la carne, honró con su presencia, para exterminar, en el mismo lugar donde lo puso Él, con la fuerza de su brazo, a los príncipes de las tinieblas, a sus infelices ministros, que son hijos de la infidelidad, disipándolos por el valor de estos bravos caballeros, realizando aun hoy en día la redención de su pueblo y suscitándonos una fuerza de salvación en la casa de David, su siervo.

Éste es, vuelvo a decir, el nuevo género de milicia no conocido en siglos pasados; en el cual se dan a un mismo tiempo dos combates con un valor invencible: contra la carne y la sangre y contra los espíritus de la malicia que están esparcidos por el aire. La verdad, creo que no es original ni excepcional resistir generosamente a un enemigo terrenal sólo con la fuerza de las armas, como tampoco es extraordinario, aunque sea loable, hacer la guerra a los vicios o a los demonios con la virtud del espíritu, pues se ve todo el mundo lleno de monjes que están continuamente en ese ejercicio.

Pero, ¿quién no se asombrará por cosa tan admirable y tan poco usual como ver a uno y otro hombre ciñéndose cada uno la espada y noblemente revestido con el cíngulo? Ciertamente, este soldado es intrépido y está seguro por todas partes; su espíritu está armado con la armadura de la fe, igual que su cuerpo de coraza de hierro. Estando fortalecido con estas dos clases de armas, no teme ni a los demonios ni a los hombres. Yo digo más, no teme la muerte porque desea morir.

Y, en efecto, ¿qué puede hacer temer, sea viviendo o muriendo, a quien encuentra su vida en Jesucristo y su recompensa en la muerte? Es cierto que combate con confianza y con ardor por Jesucristo; pero aún desea más morir y estar con Jesucristo, porque esto es la cosa mejor. Marchad, pues, valerosos caballeros, firmes y con coraje intrépido cargad contra los enemigos de la cruz de Cristo, seguros de que ni la muerte ni la vida os podrán separar del amor de Dios, que está Cristo Jesús; y en el momento del peligro repetid en vuestro interior: Vivamos o muramos, somos de Dios.

¡Con cuánta gloria vuelven los que vencieron en una batalla! ¡Qué felices mueren estos mártires en el combate! Regocíjate, gallardo atleta, de vivir y de vencer en el Señor; pero regocíjate aún más si mueres y te unes íntimamente al Señor. Sin duda, tu vida es fecunda y gloriosa tu victoria; pero una santa muerte debe ser considerada más noble. Porque, “si los que mueren en el Señor son bienaventurados”, ¿cuánto más lo serán los que mueren por el Señor?


2. La verdad, de cualquier modo que se muera, sea en el lecho, sean en la guerra, la muerte de los santos será siempre preciosa delante de Dios; pero la que ocurre en la guerra es tanto más preciosa cuanto mayor es la gloria que la acompaña.


¡Qué seguridad hay en la vida con la conciencia pura! ¡Qué seguridad, repito, hay en la vida que aguarda la muerte sin temor alguno, que la desea con dulce tranquilidad y la acepta con devoción! Santa y firme es esta milicia porque está exenta de este doble peligro en el que se encuentra el género humano que no tiene a Cristo por fin de sus combates.

Tantas veces como entras en la pelea, tú, que combates en las filas de una milicia profana, debes temer matar a tu enemigo corporalmente y a ti mismo espiritualmente o quizás que él te pueda matar a ti en cuerpo y alma. La derrota o la victoria del cristiano se debe valorar no por la fortuna en el combate, sino por los sentimientos del corazón.

Si el motivo por el cual se combate es justo, el resultado de la batalla no puede ser malo; pero tampoco se puede considerar como un éxito su resultado final cuando no está precedido de una buena causa y una justa intención. Si, con la voluntad de matar a tu enemigo, tu mismo quedas tendido, mueres como si fueras un homicida; y, si quedas vencedor y matas a alguien por desear triunfar o por venganza, vives homicida. Pues, mueras o vivas, victorioso o vencido, de ningún modo es ventajoso ser homicida.

Desgraciada victoria la que te hace sucumbir al pecado al mismo tiempo que vencer a un hombre. En vano presumes de haber vencido a tu enemigo cuando la ira y el orgullo te vencieron a ti. Hay otros que matan a un hombre no por el ansia de la venganza ni por la arrogancia del triunfo, sino sólo por librarse del peligro. Pero ni en este caso le llamaría yo una buena victoria, porque de dos males, es más leve morir en el cuerpo que en el alma. No porque el cuerpo perezca muere el alma; al contrario, sólo el alma que peca morirá.



II. La milicia secular.


3. ¿Cuál es el fin y el fruto, no digo de esta milicia, sino de esta malicia del siglo, cuando aquel que mata peca mortalmente y aquel que muere perece por una eternidad? Por servirme de palabras del Apóstol: Aquel que trabaja, debe trabajar en la esperanza de la recolección, y aquel que siembra grano, debe hacerlo en la esperanza de gozar de su fruto.

Decidme, soldados: ¿qué ilusión espantosa es esta y que insoportable furor combatir con tantas fatigas y gastos sin otro jornal que el de la muerte o del crimen? Cubrís los caballos de bellas ropas de seda, forráis las corazas con ricas telas que cuelgan de ellas, pintáis las picas, los escudos y las guardas, lleváis las bridas de los caballos y las espuelas cubiertas de oro, de plata y de pedrería, y con toda esa pompa brillante os precipitáis a la muerte con vergonzoso furor y con una estupidez que no tiene el menor miramiento.

¿Son estos arreos militares, o puros adornos femeninos? ¿O pensáis que la espada del enemigo se va a amedrentar por el oro que lleváis, que os preservará la pedrería y que no será capaz de traspasar esas telas de seda? En fin, yo juzgo, y sin duda vosotros lo experimentaréis con bastante frecuencia, que hay tres cosas que son enteramente necesarias a un combatiente: que el soldado sea fuerte, hábil y precavido para defenderse, que tenga total libertad de movimientos en su cuerpo para poder desplazarse por todos los lados, y decisión para cargar. Vosotros, por contra, mimáis la cabeza como las damas, lleváis grandes cabelleras que constituyen un obstáculo para la vista; embarazáis las piernas con vuestros largos vestidos, envolvéis vuestras tiernas y delicadas manos con grandes manoplas.

Pero, sobre todo, y es lo que debe turbar más la conciencia de un soldado, es que las razones por las que se emprenden guerras tan peligrosas son ligeras y fútiles. Porque lo que suscita los combates y las querellas entre vosotros no es, en la mayor parte de las veces, sino una cólera irrefrenable, un afán de vanagloria o la avaricia de poseer cualquier territorio. Por motivos de tal género no vale la pena matar o exponerse a ser vencido.



III. La nueva milicia.


4. Pero los soldados de Cristo combaten confiados en las batallas del Señor, sin temor a pecar cuando vencen al enemigo ni por poner en peligro la propia vida, porque la muerte que se da o recibe por amor de Cristo, lejos de ser criminal, es digna de mucha gloria. Consiguen además dos cosas: por una parte, se hace una ganancia para Cristo, por otra es Cristo mismo lo que se adquiere; porque este recibe gustoso la muerte de su enemigo en desagravio y se da con más gusto aún a su fiel soldado para su consuelo.

Así, el soldado de Cristo mata seguro a su enemigo y muere con mayor firmeza. Se sucumbe, sale ganador; y si vence, gana Cristo, porque no lleva sinrazón la espada, pues es ministro de Dios para ejecutar la venganza sobre los malos y defender la virtud de los buenos.

Por otra parte,
cuando mata a un malhechor no debe ser conceptuado por homicida, sino, por decirlo de alguna manera, por malicida, por el justo vengador de Cristo en la persona de los pecadores y defensor de los cristianos. Y cuando él mismo pierde la vida, alcanza su meta. La muerte que él causa es un beneficio para Cristo y la que recibe de él es su dicha verdadera.

Un cristiano se honra en la muerte de un pagano porque Cristo es glorificado en ella y la libertad del Rey de reyes se pone de manifiesto en la muerte de un soldado cristiano pues llama al soldado para ofrecerle su recompensa. Por esta razón, el justo se regocijará viendo la venganza consumada. Y podrá decir: ¿Quedará el justo sin recompensa? ¿No hay un Dios que hace justicia sobre la tierra? Es cierto que no se debería exterminar a los paganos si hubiese algún otro medio de impedir sus ofensivas y reprimir las opresiones violentas que ejercen contra los fieles. Pero, por lo de ahora, es mejor matarlos para que el latigazo de los pecadores no se abata sobre el destino de los justos, y para que los justos no extiendan su mano a la iniquidad.


5.
¿Y ahora? Si de algún modo le fuera permitido a un cristiano usar la espada, ¿por qué el precursor del Salvador aconsejó a los soldados que debían contentarse con su soldada y no prohibió toda clase de servicio militar? Pero si, por el contrario –y ésta es la auténtica interpretación– tal profesión es lícita para todos aquellos a los que Dios destinó a ella y no están empeñados en otra profesión más perfecta, ¿quién, os pregunto, la puede ejercer mejor que nuestros valerosos caballeros, que por la fuerza de su brazo y de su coraje conservan generosamente la ciudad de Sion, baluarte para todos nosotros, a fin de que, arrojados de Él los enemigos de la ley de Dios, el pueblo de los justos, custodios de la verdad, puedan con toda seguridad entrar allí?

Dispersen, pues, y disipen con seguridad a las naciones belicosas y sean exterminados aquellos que nos conturban continuamente y arrojados de la ciudad del Salvador todos los impíos que cometen la iniquidad, que anhelan robar las incalculables riquezas acumuladas en Jerusalén por el pueblo cristiano, profanando las cosas santas, y poseer el derecho de herencia el santuario de Dios. Sean desenvainadas las dos espadas de los fieles contra las cabezas de los enemigos a fin de destruir todo orgullo que se erija contra la ciencia de Dios, que es fe cristiana, para que los gentiles no digan un día: ¿Dónde está el Dios de estas naciones?


6. Una vez expulsados los enemigos de su casa, Él mismo volverá a su heredad, de la cual predijo en su cólera: Ved que vuestra casa quedará desamparada como un desierto; y de la que se queja por la boca de su profeta en estas palabras: Dejé mi casa y abandoné mi heredad. Cumplirá esta profecía de Jeremías: El Señor rescató a su pueblo y lo liberó; y ellos vendrán y se regocijarán sobre la montaña de Sion y gozarán con placer de los bienes del Señor.

Alégrate, ¡oh, Jerusalén! y reconoce el tiempo de tu salvación. Regocijaos y cantad a coro, ruinas de Jerusalén, porque Dios consoló a su pueblo, liberó a Jerusalén y levantó su brazo delante de todas las naciones. Virgen de Israel, estabas caída y no se hallaba persona que te levantase. Levántate ahora, hija de Sion, virgen cautiva, y sacúdete el polvo. Levántate, repito, sube hasta las alturas y mira el consuelo y la alegría que te trae tu Dios. Nunca más te llamarán abandonada y no te dirán que tu tierra está devastada, porque el Señor te prefiere a ti y tu tierra será habitada. Vuelve los ojos y mira a tu alrededor: todos estos pueblo se juntaron y vinieron a ti.

Del lugar santo fue enviado este auxilio, y verdaderamente por medio de estas tropas fieles se cumple en tu favor esta antigua promesa, de la que habló el profeta: Te haré el orgullo de los siglos, la alegría de las generaciones futuras: mamarás la leche de las naciones y serás alimentada del pecho de los reyes. Y en otra parte: Como una madre acaricia a sus hijos, asís os consolaré yo; en Jerusalén seréis consolados. ¿No veis cómo aprueban muchos testimonios de los profetas nuestra milicia y cómo lo que oyéramos lo vimos en la ciudad de Dios, del Señor de los ejércitos?

Es menester, con todo, tener un gran cuidado de que esta explicación literal no perjudique en nada el sentido espiritual. De manera que debemos esperar para la eternidad esto que atribuimos al tiempo presente tomando a la letra las palabras de los profetas; para que las cosas que vemos no borren de nuestros espíritus las que creemos, ni lo poco que poseemos disminuya las riquezas que esperamos, ni la seguridad de los bienes presentes nos haga perder los de los siglos futuros. Y, en verdad, la gloria temporal de la ciudad terrestre no destruye en nosotros los bienes que nos están reservados en el cielo, sino que, al contrario, sirve para establecerlos mejor, si, con todo eso, no dudamos de ninguna manera que esta Jerusalén de aquí abajo es la figura verdadera de aquella que en los cielos es nuestra madre.



IV. La vida de los caballeros templarios.


7. Mas con la finalidad de que os imiten o al menos se queden confundidos los soldados que no luchan en la milicia de Dios, sino en la del diablo, digamos unas palabras de la vida y las costumbres de los caballeros de Cristo y de qué manera se portan en la guerra y en su vida particular, a fin de dar a conocer mejor la diferencia que hay entre las milicia de Dios y la del siglo.

Primeramente, se guarda perfectamente la disciplina y la obediencia es exacta, porque, siguiendo el testimonio de la Escritura, un hijo indisciplinado, perecerá. Y también: la desobediencia es un pecado similar a la práctica de la magia, y pecado casi igual al de la idolatría no querer obedecer. Va y viene a la primera señal de la voluntad del que manda, se viste de lo que se da y no osa buscar en otra parte ni el vestido ni el alimento.

No se ve nada superfluo en el sustento ni en el vestido, contentándose con satisfacer la pura necesidad. Todos viven en común en una sociedad agradable y modesta; sin mujeres y sin hijos, a fin de que nada falte de la perfección evangélica; de común acuerdo, moran todos juntos en una misma casa, sin propiedad alguna particular, teniendo un cuidado muy grande por conservar la unidad del espíritu en el vínculo de la paz. Se diría que toda esa multitud de personas no tiene sino un solo corazón y na sola alma. Cada uno procura no seguir su propia voluntad, sino obedecer puntualmente el mandato del superior.

Nunca están ociosos ni corren de aquí para allá deseando satisfacer su curiosidad, sino que cuando no están en marcha, lo que raras veces sucede, están siempre ocupados, para no comer ociosamente su pan, en reparar su armas y coser sus hábitos, en arreglar lo que está ya demasiado viejo o en ordenar lo que está dislocado; en fin, en trabajar en todo aquello que la voluntad del gran maestro o la común necesidad prescribe.

Entre ellos no hay favoritismo; se tiene consideración de las prendas, no de la alcurnia. Se anticipan a honrar unos a otros y llevan las cargas del próximo, a fin de cumplir por este medio la ley de Cristo. Una palabra insolente, una acción inútil, una risa moderada, una leve queja o la menor murmuración no quedan jamás sin castigo en este lugar.

El juego de ajedrez y los dados se detesta aquí; tienen horror a la caza; no se entretienen –como en otras partes– en cazar aves al vuelo. Rechazan y abominan de los cómicos, magos y juglares, de los cuentos de fábulas, de las canciones burlescas y toda clase de espectáculos y comedias, por considerarlos vanidades y falsas locuras.

Llevan el cabello rapado, sabiendo que, según el Apóstol, es vergonzoso que un hombre lleve la cabellera larga. Nunca rizan el pelo; se bañan muy raras veces; no se cuidan del peinado, van cubiertos de polvo y negros por la cota de malla y por los vehementes ardores del sol.


8. Cuando se acerca la hora de la batalla, se arman en su interior con la fe y por fuera con las armas de acero, sin dorado alguno, para infundir, armados de este modo, sin preciosos ornamentos, terror a los enemigos en vez de excitar su avaricia.

Ponen mucho cuidado en llevar buenos caballos, fuertes y ligeros, y no les preocupa ni el color de su pelo ni que vayan ricamente engalanados. Piensan más en combatir que en presentarse con fausto y pompa y, aspirando a la victoria y no a la vanagloria, procuran hacerse respetar más que admirar de sus enemigos.

Además nunca marchan en tropel o impetuosamente, ni se precipitan a la ligera en los peligros, sino que guardan siempre su puesto con toda la precaución y prudencia imaginables. Entran en la batalla con la más bella orden, según lo que está escrito de los Padres: los verdaderos israelitas marchan en batalla con un espíritu pacífico.

Pero, llegados a las manos, entonces dejan a un lado toda su habitual mansedumbre, como si se dijeran: ¿No aborreceré, Señor, a los que te aborrecen, y detestar a tus enemigos? Se lanzan sobre sus contrarios, como si las tropas enemigas fueran rebaños de ovejas; y, aunque son muy pocos, no temen, de ninguna manera, a la multitud de sus adversarios ni su bárbara crueldad.

Igualmente, están enseñados a no presumir en nada de sus propias fuerzas, sino a esperar todo del poder del Dios de los ejércitos, a quien le es fácil, según la sentencia del libro de los Macabeos, que unos pocos envuelvan a muchos, pues al Dios del cielo le cuesta lo mismo salvar a su pueblo con mucha o poca gente; porque la victoria no depende del número de soldados, sino de la fuerza que llega del cielo. Esto lo experimentaron frecuentemente, haber contemplado muchas veces cómo un hombre solo puso en fuga a un millar de hombres, y diez mil por dos tan solo.

En fin, aún hoy en día se ve, por una providencia singular y admirable, que son más mansos con los corderos y más feroces con los leones. De manera que, de buena fe, no acierto a decir si se debe calificarlos con el nombre de monjes o de caballeros; por hablar con propiedad, mejor decir que son las dos cosas, puesto que tienen tanto la mansedumbre de los monjes como el esfuerzo de los soldados.

Pero ¿qué se puede decir aquí sino que es Dios mismo el autor de estas maravillas que vemos con pasmo delante de nuestros ojos? Dios es, vuelvo a decir, quien escogió para sí tales siervos y los ha juntado, desde los confines de la tierra, de entre todos los más valientes de Israel, para guardar fiel y animosamente el lecho del verdadero Salomón, es decir, el santo sepulcro, con la fuerza de sus armas y con su destreza en los combates.


Traducción de Carlos Pereira Martínez



NOTAS                
(1) Fuente (Visitado en Marzo de 2022). Hemos escogido las secciones que consideramos clave. Cada sección escogida está íntegramente copiada.
(2) Sobre Hugo de Payens



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In English:  Bernard of Clairvaux's blasphemous Military Theology

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