Carta
Encíclica "Fratelli Tutti" de Francisco
sobre
la Fraternidad y la Amistad
Social
Reproducción
comentada del
original
Parte
7
INTRODUCCIÓN
(por The
M+G+R Foundation)
El principal propósito de esta reproducción de la larga,
tortuosa, aburrida y poco iluminada Encíclica "Fratelli Tutti" (1) es disponer de ella en
un
formato más manejable para poder destacar y comentar las graves
ausencias y errores teológicos que contiene.
Acompañando a este documento puede leer:
Nota 1:
Hasta el momento, no hemos añadido comentarios en esta Parte 7.
Lo
haremos en la medida que Dios nos mueva a ello y nos conceda el tiempo
necesario.
Nota 2: Aparte del
formato (incluyendo los destacados) y de la inserción de
nuestros
resúmenes y comentarios,
hemos mantenido inalterado el texto original (1). Nuestros
resúmenes y comentarios aparecen destacados en letra
itálica y color azul. Los títulos de
sección son propios del original. Para más detalles sobre
el formato véase la nota (2)
al pie de este documento.
CARTA
ENCÍCLICA
Índice de Secciones de
esta Parte 7: Introducción al
Capítulo séptimo | Recomenzar desde la
verdad | La arquitectura y la artesanía de la
paz | Sobre todo con los últimos | El valor y el sentido del perdón | El
conflicto inevitable | Las luchas legítimas y
el perdón | La verdadera superación
| La memoria | Perdón sin
olvidos | La guerra y la pena de muerte | La injusticia de la guerra | La pena
de muerte
Capítulo
séptimo
CAMINOS DE REENCUENTRO
225. En muchos lugares del mundo hacen falta caminos de paz que lleven
a cicatrizar las heridas, se necesitan artesanos de paz dispuestos a
generar procesos de sanación y de reencuentro con ingenio y
audacia.
Recomenzar
desde la verdad
226. Reencuentro no significa volver a un momento anterior a los
conflictos. Con el tiempo todos hemos cambiado. El dolor y los
enfrentamientos nos han transformado. Además, ya no hay lugar
para diplomacias vacías, para disimulos, para dobles discursos,
para ocultamientos, para buenos modales que esconden la realidad. Los
que han estado duramente enfrentados conversan desde la verdad, clara y
desnuda. Les hace falta aprender a cultivar una memoria penitencial,
capaz de asumir el pasado para liberar el futuro de las propias
insatisfacciones, confusiones o proyecciones. Sólo desde la
verdad histórica de los hechos podrán hacer el esfuerzo
perseverante y largo de comprenderse mutuamente y de intentar una nueva
síntesis para el bien de todos. La realidad es que «el
proceso de paz es un compromiso constante en el tiempo. Es un trabajo
paciente que busca la verdad y la justicia, que honra la memoria de las
víctimas y que se abre, paso a paso, a una esperanza
común, más fuerte que la venganza»[209]. Como
dijeron los Obispos del Congo con respecto a un conflicto que se
repite, «los acuerdos de paz en los papeles nunca serán
suficientes. Será necesario ir más lejos, integrando la
exigencia de verdad sobre los orígenes de esta crisis
recurrente. El pueblo tiene el derecho de saber qué
pasó»[210].
227. En efecto, «la verdad es una compañera inseparable de
la justicia y de la misericordia. Las tres juntas son esenciales para
construir la paz y, por otra parte, cada una de ellas impide que las
otras sean alteradas. […] La verdad no debe, de hecho, conducir a la
venganza, sino más bien a la reconciliación y al
perdón. Verdad es contar a las familias desgarradas por el dolor
lo que ha ocurrido con sus parientes desaparecidos. Verdad es confesar
qué pasó con los menores de edad reclutados por los
actores violentos. Verdad es reconocer el dolor de las mujeres
víctimas de violencia y de abusos. […] Cada violencia cometida
contra un ser humano es una herida en la carne de la humanidad; cada
muerte violenta nos disminuye como personas. […] La violencia engendra
violencia, el odio engendra más odio, y la muerte más
muerte. Tenemos que romper esa cadena que se presenta como
ineludible»[211].
La
arquitectura y la artesanía de la paz
228. El camino hacia la paz no implica homogeneizar la sociedad, pero
sí nos permite trabajar juntos. Puede unir a muchos en pos de
búsquedas comunes donde todos ganan. Frente a un determinado
objetivo común, se podrán aportar diferentes propuestas
técnicas, distintas experiencias, y trabajar por el bien
común. Es necesario tratar de identificar bien los problemas que
atraviesa una sociedad para aceptar que existen diferentes maneras de
mirar las dificultades y de resolverlas. El camino hacia una mejor
convivencia implica siempre reconocer la posibilidad de que el otro
aporte una perspectiva legítima, al menos en parte, algo que
pueda ser rescatado, aun cuando se haya equivocado o haya actuado mal.
Porque «nunca se debe encasillar al otro por lo que pudo decir o
hacer, sino que debe ser considerado por la promesa que lleva dentro de
él»[212], promesa que deja siempre un resquicio de
esperanza.
229. Como enseñaron los Obispos de Sudáfrica, la
verdadera reconciliación se alcanza de manera proactiva,
«formando una nueva sociedad basada en el servicio a los
demás, más que en el deseo de dominar; una sociedad
basada en compartir con otros lo que uno posee, más que en la
lucha egoísta de cada uno por la mayor riqueza posible; una
sociedad en la que el valor de estar juntos como seres humanos es
definitivamente más importante que cualquier grupo menor, sea
este la familia, la nación, la raza o la cultura»[213].
Los Obispos de Corea del Sur señalaron que una verdadera paz
«sólo puede lograrse cuando luchamos por la justicia a
través del diálogo, persiguiendo la reconciliación
y el desarrollo mutuo»[214].
230. El esfuerzo duro por superar lo que nos divide sin perder la
identidad de cada uno, supone que en todos permanezca vivo un
básico sentimiento de pertenencia. Porque «nuestra
sociedad gana cuando cada persona, cada grupo social, se siente
verdaderamente de casa. En una familia, los padres, los abuelos, los
hijos son de casa; ninguno está excluido. Si uno tiene una
dificultad, incluso grave, aunque se la haya buscado él, los
demás acuden en su ayuda, lo apoyan; su dolor es de todos. […]
En las familias todos contribuyen al proyecto común, todos
trabajan por el bien común, pero sin anular al individuo; al
contrario, lo sostienen, lo promueven. Se pelean, pero hay algo que no
se mueve: ese lazo familiar. Las peleas de familia son reconciliaciones
después. Las alegrías y las penas de cada uno son
asumidas por todos. ¡Eso sí es ser familia! Si
pudiéramos lograr ver al oponente político o al vecino de
casa con los mismos ojos que a los hijos, esposas, esposos, padres o
madres, qué bueno sería. ¿Amamos nuestra sociedad
o sigue siendo algo lejano, algo anónimo, que no nos involucra,
no nos mete, no nos compromete?»[215].
231. Muchas veces es muy necesario negociar y así desarrollar
cauces concretos para la paz. Pero los procesos efectivos de una paz
duradera son ante todo transformaciones artesanales obradas por los
pueblos, donde cada ser humano puede ser un fermento eficaz con su
estilo de vida cotidiana. Las grandes transformaciones no son
fabricadas en escritorios o despachos. Entonces «cada uno juega
un papel fundamental en un único proyecto creador, para escribir
una nueva página de la historia, una página llena de
esperanza, llena de paz, llena de reconciliación»[216].
Hay una “arquitectura” de la paz, donde intervienen las diversas
instituciones de la sociedad, cada una desde su competencia, pero hay
también una “artesanía” de la paz que nos involucra a
todos. A partir de diversos procesos de paz que se desarrollaron en
distintos lugares del mundo «hemos aprendido que estos caminos de
pacificación, de primacía de la razón sobre la
venganza, de delicada armonía entre la política y el
derecho, no pueden obviar los procesos de la gente. No se alcanzan con
el diseño de marcos normativos y arreglos institucionales entre
grupos políticos o económicos de buena voluntad. […]
Además, siempre es rico incorporar en nuestros procesos de paz
la experiencia de sectores que, en muchas ocasiones, han sido
invisibilizados, para que sean precisamente las comunidades quienes
coloreen los procesos de memoria colectiva»[217].
232. No hay punto final en la construcción de la paz social de
un país, sino que es «una tarea que no da tregua y que
exige el compromiso de todos. Trabajo que nos pide no decaer en el
esfuerzo por construir la unidad de la nación y, a pesar de los
obstáculos, diferencias y distintos enfoques sobre la manera de
lograr la convivencia pacífica, persistir en la lucha para
favorecer la cultura del encuentro, que exige colocar en el centro de
toda acción política, social y económica, a la
persona humana, su altísima dignidad, y el respeto por el bien
común. Que este esfuerzo nos haga huir de toda tentación
de venganza y búsqueda de intereses sólo particulares y a
corto plazo»[218]. Las manifestaciones públicas violentas,
de un lado o de otro, no ayudan a encontrar caminos de salida. Sobre
todo porque, como bien han señalado los Obispos de Colombia,
cuando se alientan «movilizaciones ciudadanas no siempre aparecen
claros sus orígenes y objetivos, hay ciertas formas de
manipulación política y se han percibido apropiaciones a
favor de intereses particulares»[219].
Sobre todo
con los últimos
233. La procura de la amistad social no implica solamente el
acercamiento entre grupos sociales distanciados a partir de
algún período conflictivo de la historia, sino
también la búsqueda de un reencuentro con los sectores
más empobrecidos y vulnerables. La paz «no sólo es
ausencia de guerra sino el compromiso incansable —especialmente de
aquellos que ocupamos un cargo de más amplia responsabilidad— de
reconocer, garantizar y reconstruir concretamente la dignidad tantas
veces olvidada o ignorada de hermanos nuestros, para que puedan
sentirse los principales protagonistas del destino de su
nación»[220].
234. Frecuentemente se ha ofendido a los últimos de la sociedad
con generalizaciones injustas. Si a veces los más pobres y los
descartados reaccionan con actitudes que parecen antisociales, es
importante entender que muchas veces esas reacciones tienen que ver con
una historia de menosprecio y de falta de inclusión social. Como
enseñaron los Obispos latinoamericanos, «sólo la
cercanía que nos hace amigos nos permite apreciar profundamente
los valores de los pobres de hoy, sus legítimos anhelos y su
modo propio de vivir la fe. La opción por los pobres debe
conducirnos a la amistad con los pobres»[221].
235. Quienes pretenden pacificar a una sociedad no deben olvidar que la
inequidad y la falta de un desarrollo humano integral no permiten
generar paz. En efecto, «sin igualdad de oportunidades, las
diversas formas de agresión y de guerra encontrarán un
caldo de cultivo que tarde o temprano provocará su
explosión. Cuando la sociedad —local, nacional o mundial—
abandona en la periferia una parte de sí misma, no habrá
programas políticos ni recursos policiales o de inteligencia que
puedan asegurar indefinidamente la tranquilidad»[222]. Si hay que
volver a empezar, siempre será desde los últimos.
El valor y el
sentido del perdón
236. Algunos prefieren no hablar de reconciliación porque
entienden que el conflicto, la violencia y las rupturas son parte del
funcionamiento normal de una sociedad. De hecho, en cualquier grupo
humano hay luchas de poder más o menos sutiles entre distintos
sectores. Otros sostienen que dar lugar al perdón es ceder el
propio espacio para que otros dominen la situación. Por eso,
consideran que es mejor mantener un juego de poder que permita sostener
un equilibrio de fuerzas entre los distintos grupos. Otros creen que la
reconciliación es cosa de débiles, que no son capaces de
un diálogo hasta el fondo, y por eso optan por escapar de los
problemas disimulando las injusticias. Incapaces de enfrentar los
problemas, eligen una paz aparente.
El conflicto
inevitable
237. El perdón y la reconciliación son temas fuertemente
acentuados en el cristianismo y, de diversas formas, en otras
religiones. El riesgo está en no comprender adecuadamente las
convicciones creyentes y presentarlas de tal modo que terminen
alimentando el fatalismo, la inercia o la injusticia, o por otro lado
la intolerancia y la violencia.
238. Jesucristo nunca invitó a fomentar la violencia o la
intolerancia. Él mismo condenaba abiertamente el uso de la
fuerza para imponerse a los demás: «Ustedes saben que los
jefes de las naciones las someten y los poderosos las dominan. Entre
ustedes no debe ser así» (Mt 20,25-26). Por otra parte, el
Evangelio pide perdonar «setenta veces siete» (Mt 18,22) y
pone el ejemplo del servidor despiadado, que fue perdonado pero
él a su vez no fue capaz de perdonar a otros (cf. Mt 18,23-35).
239. Si leemos otros textos del Nuevo Testamento, podemos advertir que
de hecho las comunidades primitivas, inmersas en un mundo pagano
desbordado de corrupción y desviaciones, vivían un
sentido de paciencia, tolerancia, comprensión. Algunos textos
son muy claros al respecto: se invita a reprender a los adversarios con
dulzura (cf. 2 Tm 2,25). O se exhorta: «Que no injurien a nadie
ni sean agresivos, sino amables, demostrando una gran humildad con todo
el mundo. Porque nosotros también antes […] éramos
detestables» (Tt 3,2-3). El libro de los Hechos de los
Apóstoles afirma que los discípulos, perseguidos por
algunas autoridades, «gozaban de la estima de todo el
pueblo» (2,47; cf. 4,21.33; 5,13).
240. Sin embargo, cuando reflexionamos acerca del perdón, de la
paz y de la concordia social, nos encontramos con una expresión
de Jesucristo que nos sorprende: «No piensen que vine a traer paz
a la tierra. ¡No vine a traer paz, sino espada! Vine a enfrentar
al hijo contra su padre, a la hija contra su madre, a la nuera contra
su suegra y así, los enemigos de cada uno serán los de su
familia» (Mt 10,34-36). Es importante situarla en el contexto del
capítulo donde está inserta. Allí queda claro que
el tema del que se está hablando es el de la fidelidad a la
propia opción, sin avergonzarse, aunque eso acarree
contrariedades, y aunque los seres queridos se opongan a dicha
opción. Por lo tanto, dichas palabras no invitan a buscar
conflictos, sino simplemente a soportar el conflicto inevitable, para
que el respeto humano no lleve a faltar a la fidelidad en pos de una
supuesta paz familiar o social. San Juan Pablo II ha dicho que la
Iglesia «no pretende condenar todas y cada una de las formas de
conflictividad social. La Iglesia sabe muy bien que, a lo largo de la
historia, surgen inevitablemente los conflictos de intereses entre
diversos grupos sociales y que frente a ellos el cristiano no pocas
veces debe pronunciarse con coherencia y decisión»[223].
Las luchas
legítimas y el perdón
241. No se trata de proponer un perdón renunciando a los propios
derechos ante un poderoso corrupto, ante un criminal o ante alguien que
degrada nuestra dignidad. Estamos llamados a amar a todos, sin
excepción, pero amar a un opresor no es consentir que siga
siendo así; tampoco es hacerle pensar que lo que él hace
es aceptable. Al contrario, amarlo bien es buscar de distintas maneras
que deje de oprimir, es quitarle ese poder que no sabe utilizar y que
lo desfigura como ser humano. Perdonar no quiere decir permitir que
sigan pisoteando la propia dignidad y la de los demás, o dejar
que un criminal continúe haciendo daño. Quien sufre la
injusticia tiene que defender con fuerza sus derechos y los de su
familia precisamente porque debe preservar la dignidad que se le ha
dado, una dignidad que Dios ama. Si un delincuente me ha hecho
daño a mí o a un ser querido, nadie me prohíbe que
exija justicia y que me preocupe para que esa persona —o cualquier
otra— no vuelva a dañarme ni haga el mismo daño a otros.
Corresponde que lo haga, y el perdón no sólo no anula esa
necesidad sino que la reclama.
242. La clave está en no hacerlo para alimentar una ira que
enferma el alma personal y el alma de nuestro pueblo, o por una
necesidad enfermiza de destruir al otro que desata una carrera de
venganza. Nadie alcanza la paz interior ni se reconcilia con la vida de
esa manera. La verdad es que «ninguna familia, ningún
grupo de vecinos o una etnia, menos un país, tiene futuro si el
motor que los une, convoca y tapa las diferencias es la venganza y el
odio. No podemos ponernos de acuerdo y unirnos para vengarnos, para
hacerle al que fue violento lo mismo que él nos hizo, para
planificar ocasiones de desquite bajo formatos aparentemente
legales»[224]. Así no se gana nada y a la larga se pierde
todo.
243. Es cierto que «no es tarea fácil superar el amargo
legado de injusticias, hostilidad y desconfianza que dejó el
conflicto. Esto sólo se puede conseguir venciendo el mal con el
bien (cf. Rm 12,21) y mediante el cultivo de las virtudes que favorecen
la reconciliación, la solidaridad y la paz»[225]. De ese
modo, «quien cultiva la bondad en su interior recibe a cambio una
conciencia tranquila, una alegría profunda aun en medio de las
dificultades y de las incomprensiones. Incluso ante las ofensas
recibidas, la bondad no es debilidad, sino auténtica fuerza,
capaz de renunciar a la venganza»[226]. Es necesario reconocer en
la propia vida que «también ese duro juicio que albergo en
mi corazón contra mi hermano o mi hermana, esa herida no curada,
ese mal no perdonado, ese rencor que sólo me hará
daño, es un pedazo de guerra que llevo dentro, es un fuego en el
corazón, que hay que apagar para que no se convierta en un
incendio»[227].
La verdadera
superación
244. Cuando los conflictos no se resuelven sino que se esconden o se
entierran en el pasado, hay silencios que pueden significar volverse
cómplices de graves errores y pecados. Pero la verdadera
reconciliación no escapa del conflicto sino que se logra en el
conflicto, superándolo a través del diálogo y de
la negociación transparente, sincera y paciente. La lucha entre
diversos sectores «siempre que se abstenga de enemistades y de
odio mutuo, insensiblemente se convierte en una honesta
discusión, fundada en el amor a la justicia»[228].
245. Reiteradas veces propuse «un principio que es indispensable
para construir la amistad social: la unidad es superior al conflicto.
[…] No es apostar por un sincretismo ni por la absorción de uno
en el otro, sino por la resolución en un plano superior que
conserva en sí las virtualidades valiosas de las polaridades en
pugna»[229]. Sabemos bien que «cada vez que las personas y
las comunidades aprendemos a apuntar más alto de nosotros mismos
y de nuestros intereses particulares, la comprensión y el
compromiso mutuo se transforman […] en un ámbito donde los
conflictos, las tensiones e incluso los que se podrían haber
considerado opuestos en el pasado, pueden alcanzar una unidad
multiforme que engendra nueva vida»[230].
La memoria
246. A quien sufrió mucho de manera injusta y cruel, no se le
debe exigir una especie de “perdón social”. La
reconciliación es un hecho personal, y nadie puede imponerla al
conjunto de una sociedad, aun cuando deba promoverla. En el
ámbito estrictamente personal, con una decisión libre y
generosa, alguien puede renunciar a exigir un castigo (cf. Mt 5,44-46),
aunque la sociedad y su justicia legítimamente lo busquen. Pero
no es posible decretar una “reconciliación general”,
pretendiendo cerrar por decreto las heridas o cubrir las injusticias
con un manto de olvido. ¿Quién se puede arrogar el
derecho de perdonar en nombre de los demás? Es conmovedor ver la
capacidad de perdón de algunas personas que han sabido ir
más allá del daño sufrido, pero también es
humano comprender a quienes no pueden hacerlo. En todo caso, lo que
jamás se debe proponer es el olvido.
247. La Shoah no debe ser olvidada. Es el «símbolo de
hasta dónde puede llegar la maldad del hombre cuando, alimentada
por falsas ideologías, se olvida de la dignidad fundamental de
la persona, que merece respeto absoluto independientemente del pueblo
al que pertenezca o la religión que profese»[231]. Al
recordarla, no puedo menos que repetir esta oración:
«Acuérdate de nosotros en tu misericordia. Danos la gracia
de avergonzarnos de lo que, como hombres, hemos sido capaces de hacer,
de avergonzarnos de esta máxima idolatría, de haber
despreciado y destruido nuestra carne, esa carne que tú
modelaste del barro, que tú vivificaste con tu aliento de vida.
¡Nunca más, Señor, nunca más!»[232].
248. No deben olvidarse los bombardeos atómicos a Hiroshima y
Nagasaki. Una vez más «hago memoria aquí de todas
las víctimas, me inclino ante la fuerza y la dignidad de
aquellos que, habiendo sobrevivido a esos primeros momentos, han
soportado en sus cuerpos durante muchos años los sufrimientos
más agudos y, en sus mentes, los gérmenes de la muerte
que seguían consumiendo su energía vital. […] No podemos
permitir que las actuales y nuevas generaciones pierdan la memoria de
lo acontecido, esa memoria que es garante y estímulo para
construir un futuro más justo y más fraterno»[233].
Tampoco deben olvidarse las persecuciones, el tráfico de
esclavos y las matanzas étnicas que ocurrieron y ocurren en
diversos países, y tantos otros hechos históricos que nos
avergüenzan de ser humanos. Deben ser recordados siempre, una y
otra vez, sin cansarnos ni anestesiarnos.
249. Es fácil hoy caer en la tentación de dar vuelta la
página diciendo que ya hace mucho tiempo que sucedió y
que hay que mirar hacia adelante. ¡No, por Dios! Nunca se avanza
sin memoria, no se evoluciona sin una memoria íntegra y
luminosa. Necesitamos mantener «viva la llama de la conciencia
colectiva, testificando a las generaciones venideras el horror de lo
que sucedió» que «despierta y preserva de esta
manera el recuerdo de las víctimas, para que la conciencia
humana se fortalezca cada vez más contra todo deseo de
dominación y destrucción»[234]. Lo necesitan las
mismas víctimas —personas, grupos sociales o naciones—
para no ceder a la lógica que lleva a justificar las represalias
y cualquier tipo de violencia en nombre del enorme mal que han sufrido.
Por esto, no me refiero sólo a la memoria de los horrores, sino
también al recuerdo de quienes, en medio de un contexto
envenenado y corrupto fueron capaces de recuperar la dignidad y con
pequeños o grandes gestos optaron por la solidaridad, el
perdón, la fraternidad. Es muy sano hacer memoria del bien.
Perdón
sin olvidos
250. El perdón no implica olvido. Decimos más bien que
cuando hay algo que de ninguna manera puede ser negado, relativizado o
disimulado, sin embargo, podemos perdonar. Cuando hay algo que
jamás debe ser tolerado, justificado o excusado, sin embargo,
podemos perdonar. Cuando hay algo que por ninguna razón debemos
permitirnos olvidar, sin embargo, podemos perdonar. El perdón
libre y sincero es una grandeza que refleja la inmensidad del
perdón divino. Si el perdón es gratuito, entonces puede
perdonarse aun a quien se resiste al arrepentimiento y es incapaz de
pedir perdón.
251. Los que perdonan de verdad no olvidan, pero renuncian a ser
poseídos por esa misma fuerza destructiva que los ha
perjudicado. Rompen el círculo vicioso, frenan el avance de las
fuerzas de la destrucción. Deciden no seguir inoculando en la
sociedad la energía de la venganza que tarde o temprano termina
recayendo una vez más sobre ellos mismos. Porque la venganza
nunca sacia verdaderamente la insatisfacción de las
víctimas. Hay crímenes tan horrendos y crueles, que hacer
sufrir a quien los cometió no sirve para sentir que se ha
reparado el daño; ni siquiera bastaría matar al criminal,
ni se podrían encontrar torturas que se equiparen a lo que pudo
haber sufrido la víctima. La venganza no resuelve nada.
252. Tampoco estamos hablando de impunidad. Pero la justicia
sólo se busca adecuadamente por amor a la justicia misma, por
respeto a las víctimas, para prevenir nuevos crímenes y
en orden a preservar el bien común, no como una supuesta
descarga de la propia ira. El perdón es precisamente lo que
permite buscar la justicia sin caer en el círculo vicioso de la
venganza ni en la injusticia del olvido.
253. Cuando hubo injusticias mutuas, cabe reconocer con claridad que
pueden no haber tenido la misma gravedad o que no sean comparables. La
violencia ejercida desde las estructuras y el poder del Estado no
está en el mismo nivel de la violencia de grupos particulares.
De todos modos, no se puede pretender que sólo se recuerden los
sufrimientos injustos de una sola de las partes. Como enseñaron
los Obispos de Croacia, «nosotros debemos a toda víctima
inocente el mismo respeto. No puede haber aquí diferencias
raciales, confesionales, nacionales o políticas»[235].
254. Pido a Dios «que prepare nuestros corazones al encuentro con
los hermanos más allá de las diferencias de ideas,
lengua, cultura, religión; que unja todo nuestro ser con el
aceite de la misericordia que cura las heridas de los errores, de las
incomprensiones, de las controversias; la gracia de enviarnos, con
humildad y mansedumbre, a los caminos, arriesgados pero fecundos, de la
búsqueda de la paz»[236].
La guerra y
la pena de muerte
255. Hay dos situaciones extremas que pueden llegar a presentarse como
soluciones en circunstancias particularmente dramáticas, sin
advertir que son falsas respuestas, que no resuelven los problemas que
pretenden superar y que en definitiva no hacen más que agregar
nuevos factores de destrucción en el tejido de la sociedad
nacional y universal. Se trata de la guerra y de la pena de muerte.
La injusticia
de la guerra
256. «En el que trama el mal sólo hay engaño, pero
en los que promueven la paz hay alegría» (Pr 12,20). Sin
embargo hay quienes buscan soluciones en la guerra, que frecuentemente
«se nutre de la perversión de las relaciones, de
ambiciones hegemónicas, de abusos de poder, del miedo al otro y
a la diferencia vista como un obstáculo»[237]. La guerra
no es un fantasma del pasado, sino que se ha convertido en una amenaza
constante. El mundo está encontrando cada vez más
dificultad en el lento camino de la paz que había emprendido y
que comenzaba a dar algunos frutos.
257. Puesto que se están creando nuevamente las condiciones para
la proliferación de guerras, recuerdo que «la guerra es la
negación de todos los derechos y una dramática
agresión al ambiente. Si se quiere un verdadero desarrollo
humano integral para todos, se debe continuar incansablemente con la
tarea de evitar la guerra entre las naciones y los pueblos. Para tal
fin hay que asegurar el imperio incontestado del derecho y el
infatigable recurso a la negociación, a los buenos oficios y al
arbitraje, como propone la Carta de las Naciones Unidas, verdadera
norma jurídica fundamental»[238]. Quiero destacar que los
75 años de las Naciones Unidas y la experiencia de los primeros
20 años de este milenio, muestran que la plena aplicación
de las normas internacionales es realmente eficaz, y que su
incumplimiento es nocivo. La Carta de las Naciones Unidas, respetada y
aplicada con transparencia y sinceridad, es un punto de referencia
obligatorio de justicia y un cauce de paz. Pero esto supone no
disfrazar intenciones espurias ni colocar los intereses particulares de
un país o grupo por encima del bien común mundial. Si la
norma es considerada un instrumento al que se acude cuando resulta
favorable y que se elude cuando no lo es, se desatan fuerzas
incontrolables que hacen un gran daño a las sociedades, a los
más débiles, a la fraternidad, al medio ambiente y a los
bienes culturales, con pérdidas irrecuperables para la comunidad
global.
258. Así es como fácilmente se opta por la guerra
detrás de todo tipo de excusas supuestamente humanitarias,
defensivas o preventivas, acudiendo incluso a la manipulación de
la información. De hecho, en las últimas décadas
todas las guerras han sido pretendidamente “justificadas”. El Catecismo
de la Iglesia Católica habla de la posibilidad de una
legítima defensa mediante la fuerza militar, que supone
demostrar que se den algunas «condiciones rigurosas de
legitimidad moral»[239]. Pero fácilmente se cae en una
interpretación demasiado amplia de este posible derecho.
Así se quieren justificar indebidamente aun ataques
“preventivos” o acciones bélicas que difícilmente no
entrañen «males y desórdenes más graves que
el mal que se pretende eliminar»[240]. La cuestión es que,
a partir del desarrollo de las armas nucleares, químicas y
biológicas, y de las enormes y crecientes posibilidades que
brindan las nuevas tecnologías, se dio a la guerra un poder
destructivo fuera de control que afecta a muchos civiles inocentes. Es
verdad que «nunca la humanidad tuvo tanto poder sobre sí
misma y nada garantiza que vaya a utilizarlo bien»[241]. Entonces
ya no podemos pensar en la guerra como solución, debido a que
los riesgos probablemente siempre serán superiores a la
hipotética utilidad que se le atribuya. Ante esta realidad, hoy
es muy difícil sostener los criterios racionales madurados en
otros siglos para hablar de una posible “guerra justa”. ¡Nunca
más la guerra![242]
259. Es importante agregar que, con el desarrollo de la
globalización, lo que puede aparecer como una solución
inmediata o práctica para un lugar de la tierra, desata una
cadena de factores violentos muchas veces subterráneos que
termina afectando a todo el planeta y abriendo camino a nuevas y peores
guerras futuras. En nuestro mundo ya no hay sólo “pedazos” de
guerra en un país o en otro, sino que se vive una “guerra
mundial a pedazos”, porque los destinos de los países
están fuertemente conectados entre ellos en el escenario mundial.
260. Como decía san Juan XXIII, «resulta un absurdo
sostener que la guerra es un medio apto para resarcir el derecho
violado»[243]. Lo afirmaba en un período de fuerte
tensión internacional, y así expresó el gran
anhelo de paz que se difundía en los tiempos de la guerra
fría. Reforzó la convicción de que las razones de
la paz son más fuertes que todo cálculo de intereses
particulares y que toda confianza en el uso de las armas. Pero no se
aprovecharon adecuadamente las ocasiones que ofrecía el final de
la guerra fría por la falta de una visión de futuro y de
una conciencia compartida sobre nuestro destino común. En
cambio, se cedió a la búsqueda de intereses particulares
sin hacerse cargo del bien común universal. Así
volvió a abrirse camino el engañoso espanto de la guerra.
261. Toda guerra deja al mundo peor que como lo había
encontrado. La guerra es un fracaso de la política y de la
humanidad, una claudicación vergonzosa, una derrota frente a las
fuerzas del mal. No nos quedemos en discusiones teóricas,
tomemos contacto con las heridas, toquemos la carne de los
perjudicados. Volvamos a contemplar a tantos civiles masacrados como
“daños colaterales”. Preguntemos a las víctimas.
Prestemos atención a los prófugos, a los que sufrieron la
radiación atómica o los ataques químicos, a las
mujeres que perdieron sus hijos, a los niños mutilados o
privados de su infancia. Prestemos atención a la verdad de esas
víctimas de la violencia, miremos la realidad desde sus ojos y
escuchemos sus relatos con el corazón abierto. Así
podremos reconocer el abismo del mal en el corazón de la guerra
y no nos perturbará que nos traten de ingenuos por elegir la paz.
262. Las normas tampoco serán suficientes si se piensa que la
solución a los problemas actuales está en disuadir a
otros a través del miedo, amenazando con el uso de armas
nucleares, químicas o biológicas. Porque «si se
tienen en cuenta las principales amenazas a la paz y a la seguridad con
sus múltiples dimensiones en este mundo multipolar del siglo
XXI, tales como, por ejemplo, el terrorismo, los conflictos
asimétricos, la seguridad informática, los problemas
ambientales, la pobreza, surgen no pocas dudas acerca de la
inadecuación de la disuasión nuclear para responder
eficazmente a estos retos. Estas preocupaciones son aún
más consistentes si tenemos en cuenta las catastróficas
consecuencias humanitarias y ambientales derivadas de cualquier uso de
las armas nucleares con devastadores efectos indiscriminados e
incontrolables en el tiempo y el espacio. […] Debemos preguntarnos
cuánto sea sostenible un equilibrio basado en el miedo, cuando
en realidad tiende a aumentarlo y a socavar las relaciones de confianza
entre los pueblos. La paz y la estabilidad internacional no pueden
basarse en una falsa sensación de seguridad, en la amenaza de la
destrucción mutua o de la aniquilación total, en el
simple mantenimiento de un equilibrio de poder. […] En este contexto,
el objetivo último de la eliminación total de las armas
nucleares se convierte tanto en un desafío como en un imperativo
moral y humanitario. […] El aumento de la interdependencia y la
globalización comportan que cualquier respuesta que demos a la
amenaza de las armas nucleares, deba ser colectiva y concertada, basada
en la confianza mutua. Esta última se puede construir
sólo a través de un diálogo que esté
sinceramente orientado hacia el bien común y no hacia la
protección de intereses encubiertos o particulares»[244].
Y con el dinero que se usa en armas y otros gastos militares,
constituyamos un Fondo mundial[245], para acabar de una vez con el
hambre y para el desarrollo de los países más pobres, de
tal modo que sus habitantes no acudan a soluciones violentas o
engañosas ni necesiten abandonar sus países para buscar
una vida más digna.
La pena de
muerte
263. Hay otra manera de hacer desaparecer al otro, que no se dirige a
países sino a personas. Es la pena de muerte. San Juan Pablo II
declaró de manera clara y firme que esta es inadecuada en el
ámbito moral y ya no es necesaria en el ámbito
penal[246]. No es posible pensar en una marcha atrás con
respecto a esta postura. Hoy decimos con claridad que «la pena de
muerte es inadmisible»[247] y la Iglesia se compromete con
determinación para proponer que sea abolida en todo el
mundo[248].
264. En el Nuevo Testamento, al tiempo que se pide a los particulares
no tomar la justicia por cuenta propia (cf. Rm 12,17.19), se reconoce
la necesidad de que las autoridades impongan penas a los que obran el
mal (cf. Rm 13,4; 1 P 2,14). En efecto, «la vida en común,
estructurada en torno a comunidades organizadas, necesita normas de
convivencia cuya libre violación requiere una respuesta
adecuada»[249]. Esto implica que la autoridad pública
legítima pueda y deba «conminar penas proporcionadas a la
gravedad de los delitos»[250] y que se garantice al poder
judicial «la independencia necesaria en el ámbito de la
ley»[251].
265. Desde los primeros siglos de la Iglesia, algunos se manifestaron
claramente contrarios a la pena capital. Por ejemplo, Lactancio
sostenía que «no hay que hacer ninguna distinción:
siempre será crimen matar a un hombre».[252] El Papa
Nicolás I exhortaba: «Esfuércense por liberar de la
pena de muerte no sólo a cada uno de los inocentes, sino
también a todos los culpables»[253]. Con ocasión
del juicio contra unos homicidas que habían asesinado a dos
sacerdotes, san Agustín pedía al juez que no quitara la
vida a los asesinos, y lo fundamentaba de esta manera: «Con esto
no impedimos que se reprima la licencia criminal de esos malhechores.
Queremos que se conserven vivos y con todos sus miembros; que sea
suficiente dirigirlos, por la presión de las leyes, de su loca
inquietud al reposo de la salud, o bien que se les ocupe en alguna
tarea útil, una vez apartados de sus perversas acciones.
También esto se llama condena, pero todos entenderán que
se trata de un beneficio más bien que de un suplicio, al ver que
no se suelta la rienda a su audacia para dañar ni se les impide
la medicina del arrepentimiento. […] Encolerízate contra la
iniquidad de modo que no te olvides de la humanidad. No satisfagas
contra las atrocidades de los pecadores un apetito de venganza, sino
más bien haz intención de curar las llagas de esos
pecadores»[254].
266. Los miedos y los rencores fácilmente llevan a entender las
penas de una manera vindicativa, cuando no cruel, en lugar de
entenderlas como parte de un proceso de sanación y de
reinserción en la sociedad. Hoy, «tanto por parte de
algunos sectores de la política como por parte de algunos medios
de comunicación, se incita algunas veces a la violencia y a la
venganza, pública y privada, no sólo contra quienes son
responsables de haber cometido delitos, sino también contra
quienes cae la sospecha, fundada o no, de no haber cumplido la ley. […]
Existe la tendencia a construir deliberadamente enemigos: figuras
estereotipadas, que concentran en sí mismas todas las
características que la sociedad percibe o interpreta como
peligrosas. Los mecanismos de formación de estas imágenes
son los mismos que, en su momento, permitieron la expansión de
las ideas racistas»[255]. Esto ha vuelto particularmente riesgosa
la costumbre creciente que existe en algunos países de acudir a
prisiones preventivas, a reclusiones sin juicio y especialmente a la
pena de muerte.
267. Quiero remarcar que «es imposible imaginar que hoy los
Estados no puedan disponer de otro medio que no sea la pena capital
para defender la vida de otras personas del agresor injusto».
Particular gravedad tienen las así llamadas ejecuciones
extrajudiciales o extralegales, que «son homicidios deliberados
cometidos por algunos Estados o por sus agentes, que a menudo se hacen
pasar como enfrentamientos con delincuentes o son presentados como
consecuencias no deseadas del uso razonable, necesario y proporcional
de la fuerza para hacer aplicar la ley»[256].
268. «Los argumentos contrarios a la pena de muerte son muchos y
bien conocidos. La Iglesia ha oportunamente destacado algunos de ellos,
como la posibilidad de la existencia del error judicial y el uso que
hacen de ello los regímenes totalitarios y dictatoriales, que la
utilizan como instrumento de supresión de la disidencia
política o de persecución de las minorías
religiosas y culturales, todas víctimas que para sus respectivas
legislaciones son “delincuentes”. Todos los cristianos y los hombres de
buena voluntad están llamados, por lo tanto, a luchar no
sólo por la abolición de la pena de muerte, legal o
ilegal que sea, y en todas sus formas, sino también con el fin
de mejorar las condiciones carcelarias, en el respeto de la dignidad
humana de las personas privadas de libertad. Y esto yo lo relaciono con
la cadena perpetua. […] La cadena perpetua es una pena de muerte
oculta»[257].
269. Recordemos que «ni siquiera el homicida pierde su dignidad
personal y Dios mismo se hace su garante»[258]. El firme rechazo
de la pena de muerte muestra hasta qué punto es posible
reconocer la inalienable dignidad de todo ser humano y aceptar que
tenga un lugar en este universo. Ya que, si no se lo niego al peor de
los criminales, no se lo negaré a nadie, daré a todos la
posibilidad de compartir conmigo este planeta a pesar de lo que pueda
separarnos.
270. A los cristianos que dudan y se sienten tentados a ceder ante
cualquier forma de violencia, los invito a recordar aquel anuncio del
libro de Isaías: «Con sus espadas forjarán
arados» (2,4). Para nosotros esa profecía toma carne en
Jesucristo, que frente a un discípulo cebado por la violencia
dijo con firmeza: «¡Vuelve tu espada a su lugar!, pues
todos los que empuñan espada, a espada morirán» (Mt
26,52). Era un eco de aquella antigua advertencia: «Pediré
cuentas al ser humano por la vida de su hermano. Quien derrame sangre
humana, su sangre será derramada por otro ser humano» (Gn
9,5-6). Esta reacción de Jesús, que le brotó del
corazón, supera la distancia de los siglos y llega hasta hoy
como un constante reclamo.
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NOTAS (por
The M+G+R Foundation)
(1) Fuente original y
oficial: Texto
de la Carta Encíclica "Fratelli Tutti" en Español en el
sitio del Vaticano
(2) Notas
sobre el formato:
* Nuestros resúmenes y
comentarios (The M+G+R Foundation)
son los destacados
en
letra itálica y color azul.
* Los títulos de sección son propios del original.
* Hemos destacado en negrita
las palabras clave relacionadas con "fraternidad", "hermanos", "padre",
"unión mundial", "globalismo", "economía", "cultura" y
similares, así como también otras palabras clave que
puedan servir de puntos de referencia para poder hacer un seguimiento
visual del texto.
* Y en color
rojo
las apariciones de las palabras "Dios", "Fe", "Jesús",
"Evangelio", "Biblia", "cristiano", "católico" y similares.
* Los números entre corchetes como [35] proceden del original y
se corresponden con citas que el lector puede encontrar al pie del
documento original del Vaticano.
Fecha oficial de
publicación de la Encíclica por el Vaticano: 3 de Octubre
de 2020
Publicación de esta
Reproducción Comentada de la Encíclica: 10 de Marzo
(Parte 1) y 22 de Junio de 2021 (resto de partes)
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